México ha vivido una crisis de seguridad estructural desde hace dos décadas. El avance del crimen organizado es una condición que buena parte de la sociedad mexicana ha tenido que padecer, especialmente a partir de 2006, cuando el entonces presidente Felipe Calderón Hinojosa declaró la guerra contra el narcotráfico, lo que provocó una escalada de violencia sin precedentes cuyas consecuencias seguimos viviendo.
A partir de entonces, el crimen organizado en México ha evolucionado hasta construir una red que combina una violencia cada vez más encarnizada con una estructura de economía ilegal y corrupción, la cual terminó por involucrar incluso a quienes debían combatir la delincuencia. Este hecho —que mantiene a Genaro García Luna preso en Estados Unidos— marcó la estrategia de seguridad de ese sexenio como un elemento corruptor, que permitió la expansión de las actividades de los grupos delictivos hacia otras ramas, como el secuestro y la extorsión.
Los juarenses recordaremos permanentemente la época de la Policía Federal como una etapa dolorosa que lastimó a muchas familias y trajo consecuencias funestas para nuestra ciudad, tanto en el plano social como en el económico. Miles de personas tuvieron que emigrar como resultado de las amenazas del crimen organizado o de la propia Policía Federal. Esto provocó que la ciudad registrara una gran cantidad de casas abandonadas, las cuales, a su vez, se convirtieron en focos de delincuencia y hacinamiento.
Los cárteles se han sofisticado tremendamente. Por un lado, operan con estructuras cuasi corporativas que incluyen el uso de redes sociales, drones, armamento militar, inteligencia financiera y criptomonedas; por otro, sus acciones se han tornado extremadamente violentas y temerarias, logrando influir socialmente en regiones focalizadas del país. Todo esto ocurre mientras las policías municipales y estatales carecen de armamento, formación y protocolos adecuados para enfrentar este tipo de situaciones.
Actualizar a las policías locales es un esfuerzo profundo y de alto riesgo, debido al efecto corruptor de los grupos delincuenciales. Por ello, es necesario llevarlo a cabo con una estrategia que genere el tiempo y el margen de maniobra necesarios para que se asiente socialmente. Esto es algo que debemos comprender: no podemos suponer que, con solo entregar armamento, vehículos y elementos tecnológicos, se lograrán avances consolidados en materia de seguridad.
La magnitud del problema ha hecho necesaria la intervención de las Fuerzas Armadas como apoyo a la Guardia Nacional. Es comprensible que la oposición intente generar un debate político sobre un tema tan sensible, argumentando que la militarización es un pecado social; claro, olvidando que fueron sus propias acciones las que han orillado a que sea necesario el respaldo de las fuerzas castrenses para ayudar a la sociedad mexicana y garantizar la seguridad pública en regiones y lugares muy específicos.
El Estado mexicano no puede privilegiar la disputa política por encima de la seguridad de los ciudadanos. Por ello, las Fuerzas Armadas y la Guardia Nacional se han desplegado en los territorios más conflictivos. Es necesario profesionalizar la seguridad y dotarla del orden y la disciplina que caracterizan a esas corporaciones.
Según el INEGI y la casa encuestadora Parametría, más del 65 % de la población confía más en el Ejército y la Marina que en las policías estatales o municipales. A esa demanda es a la que debemos enfocar las acciones de gobierno.
Por supuesto que esto que les he comentado es solo una parte de la estrategia. A largo plazo, las acciones de contención que se han implementado a través de los programas sociales, las becas y las actividades comunitarias están orientadas a reducir la base social de reclutamiento del crimen organizado. La inversión en educación, cultura y empleo para jóvenes tiene un impacto directo en la prevención de la violencia.
Estamos dando pasos firmes para proteger la integridad personal, patrimonial y social de los ciudadanos. El hecho de que las Fuerzas Armadas tengan un rol protagónico no debe ser motivo de alarma, siempre y cuando mantengamos una vigilancia cívica y ciudadana como un compromiso de todos. La paz que tanto anhelamos no se puede imponer, y mucho menos desde una visión meramente política; es necesario que todos la construyamos paso a paso.