La reciente resolución de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación ha irrumpido como un seísmo en la estructura de la contienda judicial del pasado 01 de junio. No se trata únicamente de una reasignación de magistraturas, sino de un llamado de atención sobre la manera en que la colectividad comprende -y la autoridad aplica- los principios de igualdad, equidad y paridad. Y, quizá más aún, de un recordatorio de que, sin reflexión filosófica, el derecho corre el riesgo de volverse un mero ejercicio aritmético de asignación de poder.
En este sentido, es trascendental recordar que la igualdad es uno de los pilares del constitucionalismo moderno. Desde su formulación en las revoluciones liberales del siglo XVIII, supone que todas las personas, por el mero hecho de serlo, son titulares de los mismos derechos y merecen el mismo trato jurídico, prohibiendo privilegios arbitrarios y discriminaciones injustificadas. Es la igualdad formal, la que establece un marco común donde las reglas son idénticas para quienes están en circunstancias equivalentes. No obstante, esta igualdad abstracta suele ser insuficiente -hasta deficiente- frente a desigualdades históricas o estructurales que colocan a ciertos grupos -en este caso: mujeres- en desventaja para competir y acceder al poder.
Por otra parte, la equidad surge como un correctivo a la ya descrita: igualdad formal. Esta reconoce que, en contextos de desigualdad real, aplicar idénticas reglas perpetúa la exclusión, por ello, busca nivelar el terreno, compensando desventajas estructurales mediante mecanismos diferenciados. En materia electoral, ello se traduce en acciones afirmativas, cuotas y mecanismos de acceso preferente para quienes históricamente han sido marginados. En este sentido, la equidad no es un instrumento de justicia sustantiva: trata desigual a los desiguales para alcanzar una igualdad efectiva.
En concomitancia, nos encontramos con el concepto de iquidad, presente en el pensamiento aristotélico que apunta a una dimensión más profunda de la justicia: aquella que pondera, dialoga y decide según la razón y la prudencia en cada caso concreto. Esta es la virtud de discernir el lugar justo para cada persona en una comunidad, guiada por la idea del bien común y la dignidad humana. Supone que el derecho no puede reducirse a operaciones matemáticas, sino que debe incorporar juicio moral, deliberación y sensibilidad ética frente a los contextos particulares.
Por último, la paridad, es un principio contemporáneo que exige la participación equilibrada de mujeres y hombres en los espacios de decisión política y jurisdiccional. No es una meta aislada, sino un mandato constitucional para corregir la histórica exclusión femenina en la esfera pública. En este sentido, la paridad no puede interpretarse de modo que desplace a mujeres que, por sí mismas, alcanzan un mayor respaldo ciudadano. Cuando la paridad se aplica mecánicamente y sin reconocer los méritos concretos de las candidatas, corre el riesgo de convertirse en una nueva forma de injusticia.
Atendiendo a lo anterior, la resolución de la Sala Superior del Tribunal Electoral obliga a repensar el fundamento mismo de nuestras instituciones democráticas y judiciales, situación que no es menor, ya que se trata de definir si la paridad debe concebirse como una regla rígida de ingeniería institucional o como una herramienta viva, capaz de reconocer la legitimidad del voto y la agencia política de las mujeres. Es decir, ¿existe un sistema que compensa o uno que emancipa? Porque la igualdad, equidad y la paridad no son fines en sí mismos; son instrumentos para alcanzar justicia en la distribución del poder público.
Ahora bien, se debe subrayar que la iquidad aristotélica nos recuerda que ninguna norma puede agotar la prudencia y la razón que requiere cada caso. En esta ocasión, la aplicación mecánica de criterios de igualdad había terminado, por despojar a mujeres del triunfo que legítimamente alcanzaron. Si el derecho pretende ser justo, no puede permitir que una medida que nació para corregir la discriminación estructural termine reforzando nuevas formas de exclusión, aunque sea bajo la apariencia de cumplir un mandato legal.
Este criterio sienta un precedente de especial relevancia, porque “se abre la puerta” a que, para Chihuahua en las próximas elecciones, varias candidatas, con votaciones superiores a las de algunos de sus pares varones, reclaman el reconocimiento de un “mejor derecho” derivado del respaldo ciudadano. Negarles ese derecho bajo el argumento de distribuir equitativamente los cargos significaría perpetuar la idea de que la paridad solo existe como concesión, no como conquista auténtica de las mujeres en el espacio público.
Por ello, la discusión no debe agotarse en los pasillos judiciales ni en las columnas. Es un debate que atañe a la ciudadanía entera: ¿qué entendemos por justicia electoral en un país que busca superar siglos de exclusión femenina?
La respuesta es clara, la verdadera justicia no se logra en la sumatoria de cargos distribuidos, sino en el reconocimiento genuino de la dignidad política de cada persona. Sin duda, la resolución del Tribunal Electoral se aproxima a esa idea porque ha puesto en el centro a las mujeres que, con votos y méritos propios, obtuvieron un lugar en la estructura judicial y fueron indebidamente desplazadas y con ello, estableciendo diferenciación entre paridad como mecanismo y paridad como fin.
En este sentido, tal vez sea hora de reconocer que la iquidad, esa antigua virtud aristotélica del discernimiento justo, que el derecho electoral mexicano necesita imperiosamente. Solo así podremos pasar de las fórmulas aritméticas a una verdadera justicia electoral: una donde la igualdad deje de ser aspiración, la equidad deje de ser paliativo, la paridad deje de ser concesión y la iquidad se convierta en virtud cívica, garante de que el poder judicial y político refleje la verdadera voluntad democrática de la ciudadanía.