Uno de los principales problemas de la educación en México a principios del siglo XX era el analfabetismo. La tarea era ardua y remontar tal situación se antojaba una tarea titánica. Afortunadamente, en ese tiempo, aunque las condiciones materiales no ayudaban mucho, existieron grandes intelectuales que entendieron la problemática y pusieron manos a la obra. A esos hombres los podríamos denominar “humanistas”. Humanistas de verdad que estuvieron a la altura de las circunstancias. Pensaban, escribían, estudiaban y ponían manos a la obra. Uno de ellos, José Vasconcelos.

El pensamiento filosófico de Vasconcelos, como cualquier otro sistema de ideas puede ser refutado, sin embargo, su concepción de una “raza cósmica”, una perpleja unidad de corte étnico y cultural de los pueblos americanos, en su momento, atrajo a muchos lectores y estudiosos de su obra, influenciada ésta por una variedad de autores que, como buen autodidacta, Vasconcelos absorbía.

Aunque quizá más asentada en la emoción que en la razón, es indudable que la obra intelectual de Vasconcelos ha dejado un legado en cuanto a su impronta y su peculiaridad. No obstante, mayor para muchos es su contribución directa al cambio social de la primera mitad del siglo XX a través de su labor como el primer Secretario de Educación Pública de este país, organismo, del cual, por cierto, el propio Vasconcelos es artífice. Como funcionario entendió, pues, que el analfabetismo era un lastre y que, si este no era confrontado de manera radical, las cosas no iban a variar. La transformación, por tanto, tenía que venir desde lo más recóndito: crear escuelas en los pueblos, comunidades, aldeas, rancherías. Una auténtica travesía que implicaba llevar la cultura hasta lo rincones más profundos de México.

Tirajes abundantes de libros, entre ellos, los llamados “clásicos” y articular una distribución que lograra que el habitante más olvidado de las entrañas del territorio, tuviera acceso a ellos. La creación de bibliotecas a lo largo y ancho del país, desarrollo de las denominadas “Misiones culturales”, integradas, como su nombre lo indica, por auténticos misioneros que llevaban la educación y la cultura a los terruños más olvidados, fueron, entre otras, las medidas que se adoptaron en el periodo vasconcelista.

A la luz de muchas décadas después, uno puede observar que Vasconcelos hizo lo básico, lo que se tenía que hacer. Sin demasiados artificios ni planteos demagógicos. Se trataba de alfabetizar, sobre todo. Lo demás podría irrumpir por añadidura.

Hoy en día, podría decirse que el analfabetismo contra el que se lucha es de otro tipo. Uno se pregunta que haría ahora Vasconcelos, o Antonio Caso, Justo Sierra o Pedro Henríquez Ureña ante tal estado de cosas. El analfabetismo real ha disminuido exponencialmente, sin que, por supuesto, haya desaparecido en nuestro país. Pero el analfabetismo funcional es el que permea en nuestras sociedades. Millones de personas ahora llegan a las universidades sin la capacidad de comprender un texto. Existen “doctores”, es decir, personas que obtienen el máximo grado académico y no han leído un libro completo en su vida. La gente sabe leer, o mal leer, pero no lee. Una buena parte del mundo hace del copiar y pegar, actividad cotidiana.

Tal vez sea importante volver a lo básico. En Chihuahua, llevar la cultura en sus manifestaciones más elementales hasta las entrañas de su territorio, vale el esfuerzo. Actos, aparentemente sencillos, como la presentación de un libro o una revista impresa en lugares en los que nunca se ha llevado a cabo un evento similar, puede cambiar la vida a alguno de los asistentes. Y eso ya es ganancia. La afición por la lectura es como un virus. Y como tal, se puede contagiar, de manera imperceptible.

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