Cuando los presidentes estadounidenses visitan Medio Oriente, suelen llegar con una visión estratégica para la región, aunque esta parezca una meta lejana.

Jimmy Carter impulsó a Egipto e Israel a un histórico acuerdo de paz. Bill Clinton lo intentó y fracasó con Yasser Arafat, el líder palestino. George W. Bush imaginó que su guerra contra el terrorismo finalmente lograría la democratización de la región. Barack Obama fue a El Cairo “para buscar un nuevo comienzo entre Estados Unidos y los musulmanes de todo el mundo”.

El presidente Donald Trump recorrerá el golfo Pérsico esta semana en busca de una cosa por encima de todo: tratos comerciales. Aviones. Energía nuclear. Inversiones en inteligencia artificial. Armas. Cualquier cosa que ponga una firma al pie de una página.

Mientras planificaba el primer gran viaje al extranjero de su segundo mandato, un periplo de cuatro días por Arabia Saudita, Catar y Emiratos Árabes Unidos, Trump dijo a sus asesores que quería anunciar acuerdos por valor de más de 1 billón de dólares.

Como ejercicio de marca, tiene mucho sentido. Rodeado de miembros de la realeza ricos en recursos y ejecutivos de empresas estadounidenses, Trump, a quien le gusta presumir de sus habilidades para hacer tratos, escribirá con su rotulador Sharpie sobre hojas de términos. Visitará palacios, pisará alfombras rojas y será tratado como un rey en una región cada vez más vital para los intereses financieros de la familia Trump.

Sin embargo, como ejercicio estratégico, el propósito del viaje sigue siendo confuso. Durante su viaje de 2017 a esa región, Trump causó sensación al reunir a decenas de dirigentes de países de mayoría musulmana para enfrentarse al extremismo y denunciarlo. No está claro qué objetivos de política exterior, si es que hay alguno, impulsará en esta visita.

Durante el gobierno de Joe Biden, las negociaciones sobre la venta a Arabia Saudita de miles de millones de dólares en equipamiento nuclear civil —y la capacidad de enriquecer su propio uranio— estaban vinculadas a un objetivo diplomático: persuadir a Riad de que reconociera a Israel, lo que los estadounidenses consideraban una ampliación de los Acuerdos de Abraham, que Trump ha descrito como el mayor logro diplomático de su primer mandato.

Ahora, la negociación parece avanzar, de manera lenta, como un acuerdo comercial independiente.

Los colaboradores de Trump insisten en que él quiere negociar un acuerdo de normalización entre Arabia Saudita e Israel. Pero, con la guerra en Gaza todavía en su apogeo, el príncipe heredero Mohammed bin Salman de Arabia Saudita no tiene ningún interés en abrazar públicamente a Benjamín Netanyahu, el primer ministro de Israel. Y el interés actual de Trump por vincularse a Netanyahu no es mucho mayor que el del príncipe heredero. Por eso, no incluyó a Israel en su itinerario.

A pesar de que Trump quería reunirse con Vladimir Putin en Riad, ese encuentro no se concretó. Y el equipo de Trump se ha mostrado cauteloso sobre el estado de su diplomacia nuclear con Irán, sin querer alterar las negociaciones que se han estado celebrando a puerta cerrada en Omán, país que el mandatario estadounidense no visitará en este viaje.

“En estos momentos, ir a Medio Oriente tiene más que ver con la economía que con la estrategia”, dijo Dennis B. Ross, negociador de paz en Medio Oriente desde hace mucho tiempo y que ahora trabaja en el Instituto Washington para la Política de Oriente Próximo. “Está claro que le gustan este tipo de viajes en los que se anuncian grandes acuerdos, porque esa es su preocupación. Su enfoque, su prioridad, se centra mucho más en el aspecto económico y financiero de las cosas”.

En lugar de una gran estrategia habrá una serie de transacciones financieras que Trump promoverá como productoras de empleo para los trabajadores estadounidenses.

La agenda se alinea convenientemente con los planes empresariales en expansión de Trump. Su familia tiene seis acuerdos pendientes con una empresa inmobiliaria de propiedad mayoritariamente saudita, un acuerdo de criptomoneda con una filial del gobierno de Emiratos Árabes Unidos y un nuevo proyecto de golf y villas de lujo respaldado por el gobierno de Catar.

Los cataríes están haciendo todo lo posible por cortejar a Trump. El gobierno de Trump planea aceptar un lujoso avión Boeing 747-8 como donación de la familia real catarí, que será modernizado para servir como Air Force One, en lo que posiblemente sea el mayor regalo extranjero jamás recibido por el gobierno de Estados Unidos, según dijeron varios funcionarios estadounidenses con conocimiento del asunto.

El plan que se está debatiendo plantea importantes temas éticos, sobre todo teniendo en cuenta que Trump podría utilizar el avión de 400 millones de dólares después de dejar el cargo, recibiéndolo como donación para su biblioteca presidencial. (El secretario de prensa de la Casa Blanca dijo el domingo que cualquier acuerdo cumpliría la ley, y funcionarios cataríes dijeron que aún se estaba estudiando).

Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Catar gestionan billones de dólares en activos en todo el mundo, y se han convertido cada vez más en fuerzas diplomáticas y financieras a tener en cuenta. Pero sus políticas exteriores han divergido de la estadounidense en los últimos años. Los tres países han forjado estrechos vínculos con China, Rusia e Irán, aparte de Estados Unidos, que sigue siendo su aliado indispensable en materia de defensa y tiene bases militares en sus territorios.

Para el príncipe Mohammed, la decisión del mandatario de incluir a su reino como uno de los destinos de su primer gran viaje al extranjero —por segunda vez— le da validez a su creencia de que Arabia Saudita es una potencia mundial en ascenso, con una atracción gravitatoria que los líderes poderosos no pueden ignorar.

Cuando Trump visite estos Estados autoritarios, puede sentirse seguro de que no será objeto del tipo de protestas y hostilidad que esperaría si visitara algunos de los aliados de Estados Unidos en la Organización del Tratado del Atlántico Norte, como Canadá o Alemania, donde es profundamente impopular.

Las familias reales del Golfo saben mejor que nadie cómo hablar el idioma de Trump.

Durante años habló con entusiasmo sobre su recepción dorada en Arabia Saudita en 2017, en su primer viaje al extranjero como presidente. Proyectaron una imagen de varios pisos del rostro de Trump en la fachada del hotel Ritz-Carlton de Riad, donde más tarde el príncipe Mohammed encarceló a opositores de su gobierno. Las banderas estadounidenses flanqueaban las carreteras, el cantante de country Toby Keith actuó para una sala llena de seguidores sauditas y Trump se unió a una danza tradicional con espadas. Durante una visita a un centro de lucha contra el extremismo, el presidente puso sus manos sobre un orbe resplandeciente junto al rey Salman de Arabia Saudita y el presidente Abdel Fatah al Sisi de Egipto.

Sin embargo, Trump dejó el cargo en 2021 creyendo que el príncipe heredero estaba en deuda con él. Había salido en defensa del príncipe Mohammed en un momento en el que las élites occidentales lo rechazaban tras el asesinato de Jamal Khashoggi, columnista de The Washington Post y disidente saudita.

Aunque el príncipe Mohammed negó estar al corriente del asesinato en 2018, la CIA determinó que era probable que hubiera aprobado la misión de los asesinos sauditas, y se produjo una protesta bipartidista en Washington.

Pero Trump, tras declarar que seguiría las pruebas y tomaría medidas contra los asesinos de Khashoggi, apoyó al príncipe Mohammed y se atribuyó el mérito de haberlo rescatado.

“Le salvé el trasero”, le dijo Trump al periodista Bob Woodward a principios de 2020. “Logré que el Congreso lo dejara en paz. Logré que se detuvieran”.

El príncipe heredero le ha devuelto el favor.

Ninguna parte del mundo ha sido más importante para el creciente bienestar financiero de la familia Trump que Medio Oriente, sobre todo desde 2021, tras el atentado del 6 de enero en el Capitolio, después del cual Trump y sus familiares fueron tratados como parias por gran parte de la comunidad empresarial estadounidense.

Fue en ese clima cuando Jared Kushner, yerno de Trump y exasesor principal de la Casa Blanca, creó su propio fondo de inversión. Su mayor financiador fue el príncipe Mohammed. Seis meses después de que Kushner abandonara la Casa Blanca, el príncipe heredero hizo caso omiso de las preocupaciones de sus asesores de inversión y se aseguró de que el fondo soberano saudí invirtiera 2000 millones de dólares en la empresa de Kushner, convirtiendo a los sauditas en su mayor inversor con diferencia.

En ese entonces, Trump tenía sus propios problemas. Se enfureció cuando la PGA de Estados Unidos votó, tras el motín del Capitolio, despojar a su campo de golf de Nueva Jersey del Campeonato de la PGA. Esto fue mucho más que un golpe financiero; fue personalmente doloroso para Trump. El golf es fundamental para su marca, y no había mayor sello de aprobación que albergar el Campeonato de la PGA en el Trump National de Bedminster, Nueva Jersey.

Fortuitamente, en 2021, el mismo fondo soberano que había invertido 2000 millones de dólares con Kushner —el Fondo de Inversión Pública— puso en marcha la LIV Golf, otra liga de golf profesional. Los sauditas gastaron millones para robar a los mejores golfistas de la PGA, y el nuevo circuito supuso una amenaza significativa para el PGA Tour antes de que ambas partes firmaran un acuerdo preliminar de asociación en 2023.

El momento era perfecto para Trump, que vio la oportunidad de volver a poner sus campos de golf en el mapa mundial. LIV Golf ha celebrado torneos en los campos de Trump durante cuatro años consecutivos, elevando el perfil internacional de los complejos de golf de Trump e impulsando los ingresos de sus hoteles y restaurantes.

La familia de Trump también ha firmado acuerdos con una empresa inmobiliaria de capital mayoritariamente saudí para construir proyectos en Yeda, Dubái y Mascate, Omán, entre otros lugares.

El martes, cuando está prevista la llegada de Trump, el gobierno saudita tiene previsto organizar un foro de inversión con el zar de las criptomonedas de la Casa Blanca, David Sacks, y otros líderes empresariales estadounidenses, entre ellos los directores ejecutivos de IBM, BlackRock, Citigroup, Palantir y Qualcomm, empresa de semiconductores.

El príncipe Mohammed se ha comprometido a invertir 600.000 millones de dólares en Estados Unidos en los próximos cuatro años, una cifra que, según los economistas, es muy poco probable que se materialice porque el reino se enfrenta a una crisis de liquidez. Los emiratíes se han comprometido a invertir 1,4 billones de dólares estadounidenses en 10 años.

El jeque Mohamed bin Zayed Al Nahyan, gobernante de Emiratos Árabes Unidos, ha emprendido cada vez más su propio camino. Los crecientes vínculos del país tanto con rivales estadounidenses como China, como con economías en expansión como India, son una preparación para un mundo que algún día podría dejar de estar dominado por Estados Unidos.

Pero los líderes del golfo aprecian la naturaleza transaccional de Trump. Han descubierto que el presidente estadounidense no les da lecciones sobre derechos humanos.

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