Si la familiaridad engendra el desprecio, entonces ningún animal salvaje se ha hecho más odioso para la humanidad que la paloma de ciudad. Anidan en lugares inconvenientes, abarrotan las plazas y corroen la piedra con sus excrementos ácidos. Una de las primeras cosas que noté cuando me mudé a Berlín hace 10 años fue algo extraño en las palomas de aquí: algunas eran bonitas, mucho más atractivas que las palomas de Manhattan, que eran descendientes asilvestradas de palomas de roca domesticadas, con cabeza de colilla de cigarro y pechos de apariencia grasienta. Supuse que las bonitas manchas blancas del cuello, los suaves pechos rosados y los picos amarillos y brillantes de las aves de Berlín eran rasgos estándar de las palomas urbanas de Alemania, lo que significaba que igual eran plagas desordenadas, enfermas y persistentes.
Solo cuando empecé a observar aves me di cuenta de que estas aves más atractivas no eran en realidad palomas urbanas, sino una especie totalmente distinta llamada paloma torcaz. Las palomas torcaces, típicas aves forestales originarias de Europa y Asia, se han expandido rápidamente por las ciudades europeas en las últimas décadas. Es probable que muchos urbanitas no hayan reparado en las recién llegadas porque desconocen las diferencias entre las palomas de ciudad y sus primas del bosque.
Reconocer la diversidad de las palomas es como ver la luz dispersa en un arco iris: hay más de 350 especies de aves de la familia Columbidae, incluidas las palomas azules de Madagascar; las palomas de Mauricio, que son rosas; las palomas de Santo Tomé, color granate, y las palomas gorgiblancas de Indonesia y el Pacífico, con tonos metálicos. Las palomas verdes de África y Asia, llamadas vinagos, tienen acentos salpicados en su base esmeralda, con variedades de patas amarillas, cuello rosa o cabeza color canela. Al ascender a lo alto del Himalaya o viajar a lo profundo del interior de Australia, se descubrirá que las palomas de allí se han adaptado a condiciones extremas: habitan en todas las regiones del planeta, excepto en los polos.
Aunque las palomas pueden ser tan atractivas como los loros y estar tan extendidas como las aves canoras, suelen recibir mucho menos respeto y admiración por parte de los observadores de aves y los científicos. “Al principio parece bastante sorprendente que las palomas tengan tanto éxito”, escribió en una ocasión el ornitólogo británico Derek Goodwin, si se considera que estas aves de cabeza pequeña suelen dar “la impresión de ser bastante estúpidas”. La paloma torcaz es típica en este sentido. En los parques, las he visto sobresaltar a la gente al salir disparadas de los arbustos, presas de un pánico innecesario. En los árboles, se aventuraban en ramas diminutas que no podían soportar su peso. Los machos cortejaban a las hembras con corteses reverencias de cola en abanico, pero arruinaban sus oportunidades con impacientes y agresivos picotazos. Una popular aplicación de observación de aves describía, en un lenguaje similar al de Goodwin, que “a menudo no se dan cuenta de las cosas”.
Sin embargo, a medida que leía más sobre las Columbidae, llegué a apreciar las palomas por algo más que su belleza. Su gran apetito es crucial para la salud de los bosques de todo el planeta. Unos investigadores que observaban higueras en Malasia descubrieron una vez que los vinagos consumían mucha más fruta que cualquier otro animal de la selva, y visitaban algunos árboles más a menudo que todos los demás animales juntos. La mayoría de los animales defecan las semillas cerca del árbol madre, pero las palomas son voladoras de larga distancia que retienen las semillas en sus intestinos durante más tiempo que otros frugívoros. La capacidad de las palomas para volar a través de los océanos es probablemente la razón por la que crecen especies comunes de árboles en las numerosas islas aisladas de los océanos Índico y Pacífico. Después de que el volcán indonesio Krakatoa destruyera toda la vida en las islas cercanas en 1883, una paloma fue el primer frugívoro que regresó. Las semillas de sus excrementos habrían ayudado a regenerar los árboles frutales.
Las palomas torcaces son los animales más responsables del transporte de semillas grandes, como huesos de aceituna y huesos de cereza, por toda Europa. Una paloma torcaz de mi balcón podía engullir seis o siete cacahuates enteros con cáscara, uno tras otro. Cuanto más las observaba, más me daba cuenta de que estaban cambiando la composición de la ciudad. A diferencia de las palomas de ciudad, que parecen endurecidas por siglos de vida urbana, las palomas torcaces aún no han perdido la inocencia y la ambición de quienes recién llegaron del campo. Han aprendido a buscar migas de pan en las aceras como sus primas de ciudad, pero también comen frutos y semillas de decenas de árboles exóticos y ornamentales. Algunas palomas torcaces hacen el viaje diario al trabajo de manera inversa a los humanos, pernoctando en las ciudades y volando a diario para buscar granos en las tierras de labranza.
Los ecólogos acuñaron la palabra “sinurbanización” para describir la adaptación de las plantas y animales salvajes a las ciudades. Y en cierto modo, es una calle de doble sentido. Las aves atrajeron mi atención hacia las copas de los árboles, los cementerios, los solares cubiertos de maleza y otros lugares que el escritor Richard Mabey denomina “el campo no oficial”, en el que los arrullos de las palomas torcaces se convirtieron en notas tranquilizadoras de un paisaje sonoro berlinés de sirenas chillonas y ritmos tecno que retumban en las paredes.
Las palomas torcaces me han ayudado a mirar a las palomas urbanas con más amabilidad. Tanto si anidan detrás de los letreros de las tiendas como si picotean los desperdicios de la calle, parecen menos parásitas que pioneras que han aceptado el reto de recuperar los rincones más asquerosos de la humanidad. También me han recordado que, aunque tendemos a pensar en lo urbano y lo salvaje en yuxtaposición, lo más frecuente es la superposición, es decir, poner una cosa sobre otra de modo que se hagan visibles las formas en que están entrelazadas. No necesitamos escapar a los bosques para entrar en contacto con la vida salvaje; las ciudades también son hábitats, regidos por la ecología y la evolución. Observar esto y nombrar a nuestros vecinos salvajes es apreciar nuestro entorno natural. Para mí, observar a las palomas torcaces es un recordatorio de que la familiaridad no tiene por qué engendrar desprecio; también puede plantar las semillas de una curiosidad renovada.