“Y tal como en otros tiempos Ciudad Juárez fue pionera en el inicio de revoluciones, quizás hoy también le corresponda encender la chispa del cambio”
En la historia política de México hay episodios que, aunque parecen sepultados en el pasado, resuenan con fuerza en el presente. Uno de ellos es la instauración del Supremo Poder Conservador en 1836, una figura que, bajo el pretexto de garantizar estabilidad, terminó por convertirse en un órgano de control absoluto sobre el sistema político. La pregunta que debemos hacernos hoy es si esa misma lógica de centralización del poder y sometimiento de las instituciones ha vuelto a instalarse en nuestro país, ahora bajo el disfraz de un partido político que predica la transformación, pero practica el autoritarismo.
El Supremo Poder Conservador, establecido en la Constitución de las Siete Leyes durante la época centralista, fue una institución conformada por 5 miembros con un mandato de 8 años. Tenían la facultad de destituir al presidente, disolver el Congreso y anular decisiones del Poder Judicial si consideraban que atentaban contra la estabilidad del país. En otras palabras, era un órgano supremo que estaba por encima de los otros poderes. Su intención era preservar el orden, pero en la práctica se convirtió en un mecanismo para mantener el poder en manos de una élite política centralista. La oposición fue tal que, en 1841, tras una serie de levantamientos y crisis políticas, el sistema fue abolido.
A casi dos siglos, no es descabellado preguntarnos si Morena y su gobierno han construido un nuevo Supremo Poder Conservador, aunque sin necesidad de incorporarlo formalmente en la Constitución. Hoy, la centralización del poder en el Ejecutivo Federal, la sumisión del Congreso, el acoso al Poder Judicial y la cooptación de organismos autónomos dibujan un panorama alarmante en el que la figura presidencial y el partido en el poder operan como una maquinaria de control sin límites.
El culto al partido, característico del autoritarismo, ha encontrado en Morena su mejor expresión. No importa qué tan graves sean los errores de sus líderes o las contradicciones en su discurso: las estructuras partidistas y sus seguidores justifican cualquier atropello con tal de mantener la lealtad absoluta al movimiento. Tal como en 1836, donde se argumentaba que el Supremo Poder Conservador era necesario para evitar el caos, hoy se nos dice que la concentración del poder es indispensable para garantizar la transformación del país. Un argumento que solo encubre el deterioro democrático y la imposición de una cúpula política que busca perpetuarse en el poder.
El caso más preocupante es el del Poder Judicial. Desde el gobierno se ha declarado una guerra abierta contra la Suprema Corte de Justicia de la Nación, reduciendo su autonomía y atacando a los ministros que no se alinean con la visión de la 4T. La reforma judicial impulsada por Morena no busca mejorar la justicia, sino someter a jueces y magistrados al control de la élite gobernante. Es un intento de borrar cualquier vestigio de independencia judicial y, en términos prácticos, restaurar el modelo del Supremo Poder Conservador.
Lo mismo ocurre en el Congreso; Morena y sus aliados han convertido el Legislativo en una oficialía de partes del Ejecutivo, aprobando reformas sin deliberación, ignorando a la oposición y desmantelando las instituciones que garantizan equilibrios democráticos. En su afán de control total, han replicado la lógica del siglo XIX: si una institución no es obediente, se le somete o se le destruye.
El expresidente López Obrador, y ahora Claudia Sheinbaum como su sucesora, han construido un esquema donde la figura presidencial concentra un poder casi ilimitado, rodeada de una élite partidista que gobierna con total desprecio por los contrapesos y la transparencia. Si a esto le sumamos la radicalización de su base política, que ataca cualquier voz crítica, la conclusión es clara: estamos ante un nuevo Supremo Poder Conservador, esta vez disfrazado de partido político.
En 1841, la sociedad mexicana se rebeló contra la imposición de una élite que centralizaba el poder y anulaba la participación política real. Hoy, la ciudadanía enfrenta un dilema similar. Si no defendemos la independencia de los poderes, si no denunciamos la construcción de un Estado de partido único, pronto podríamos encontrarnos en una democracia de papel, donde el ejecutivo gobierna sin límites y el ciudadano solo es espectador de un teatro de simulación democrática. Y tal como en otros tiempos Ciudad Juárez fue pionera en el inicio de revoluciones, quizás hoy también le corresponda encender la chispa del cambio.