Copenhague, Dinamarca– Las calles de la capital danesa estaban, como siempre, llenas de disciplinados ciclistas que paraban en cada señal de tráfico y que enfrentaban estoicamente el viento invernal con gorros, guantes y una cara de aquí no pasa nada. Pero bastaba con rascarle un poquito para darse cuenta de que aquí sí pasa algo. Hay una creciente resistencia al nuevo presidente Donald Trump y a su peregrina idea de quitarle a Dinamarca el territorio semiautónomo de Groenlandia.

“¿Qué diablos le pasa a Estados Unidos?”, casi me gritó un taxista cuando se enteró que yo venía de ahí. “Lo que está pasando es una locura. Y apenas lleva un mes en la Presidencia”.

Unos días antes Trump se había peleado en la oficina oval de la Casa Blanca con el presidente ucraniano, Volodymyr Zelenskyy, que valientemente ha peleado contra la invasión rusa durante tres años. Trump, ante los ojos del mundo, se ponía del lado del dictador Vladimir Putin. Algo se había roto.

Dinamarca tiene una larga historia de resistencia ante los autoritarios. En una de las orillas de Copenhague se encuentra el Museo de la Resistencia Danesa. Es un museo que, literalmente, se entierra. Sus exhibiciones están bajo tierra y hay que descender varias escaleras para conocer esos recovecos del dolor.

Dinamarca sufrió la ocupación nazi de 1940 a 1945. Al principio, una parte de la clase dirigente pensó que la mejor manera de lidiar con un ejército más poderoso era una política de “acomodo” ante los alemanes. Pero no pasó mucho tiempo para que los daneses se dieran cuenta de que eso no aminoraba los abusos y que, por el contrario, envalentonaba al enemigo. Así, poco a poco, surgió un movimiento de “resistencia”. Primero, como siempre, con la palabra; en pósters de propaganda y en panfletos de periodismo independiente repartidos en las calles y pegados en las paredes. Y luego con acciones de sabotaje contra la ocupación nazi.

La historia le dio la razón a la resistencia danesa. En uno de los textos de las paredes del museo, bajo el título “De regreso a la normalidad” se puede leer: “La existencia de la Resistencia es una victoria moral. Desde la guerra, Dinamarca ha tenido la cabeza en alto debido a que algunos daneses tomaron una decisión, la decisión de resistir”.

Siguiendo esa vieja tradición, el ministro de Defensa de Dinamarca, Troels Lund Poulsen, respondió así a los planes de Trump de tomarse Groenlandia: “Eso no va a ocurrir”. Trump volvió a insistir, durante su discurso sobre el estado de la Unión, que Groenlandia, “de una forma u otra, la vamos a conseguir”.

Pero en Groenlandia, las palabras de Trump solo han alimentado un creciente movimiento independentista. “Groenlandia es nuestro”, dijo el primer ministro groenlandés Mute Egede. Y fue muy claro. “No queremos ser americanos, ni daneses, somos groenlandeses. Los americanos y sus líderes deben entender eso. No estamos a la venta y no nos pueden tomar. Nuestro futuro será decidido solo por nosotros en Groenlandia”.

Es difícil comprender que después de un siglo de revoluciones para terminar con el dominio de los fuertes, los reyes y los autoritarios, y de promover la idea de la democracia en todo el planeta, de pronto, otra vez, estemos hablando de la voluntad de una sola persona. Pero la historia nos sirve también para entender que la resistencia a esas imposiciones es fundamental y que no se debe dejar para después.

Ahora, ante Trump, vemos señales de resistencia por todos lados: Dinamarca y Groenlandia diciéndole a Trump en su cara que no están a la venta; espectadores canadienses abucheando el himno de Estados Unidos; congresistas en Washington vestidas de rosa durante el pasado discurso de Trump y con pancartas que decían FALSO; gente regresando sus autos Tesla, una empresa del asesor presidencial Elon Musk; y todos esos gestos pequeños –como la decisión del actor Richard Gere de irse a vivir a España– que van sumando hasta crear una masa crítica.

Esta es, sin duda, una era marcada por Trump. Pero esto no significa que va a ganar. El resultado final depende de lo que intente Trump y de lo que le permita la resistencia. Dinamarca, un país de solo seis millones, sabe cómo hacerlo.

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