De la última columna a esta, he recorrido ya cuatro veces la carretera Chihuahua–Ciudad Juárez. Viajes de ida y vuelta en los que se confirma, sin espacio para la duda, que el desgaste, la falta de mantenimiento y el olvido institucional no son accidentes, sino la constante. Donde debería fluir el progreso, solo hay grietas, señalamientos borrados y tramos que son una ruleta rusa para conductores.

Al salir de Juárez, el conductor debe convertirse en piloto de rally: esquivar hoyos profundos como cráteres lunares, adivinar curvas mal señalizadas, la cinta asfáltica parece un álbum de guerra: baches, grietas, tramos parchados al vapor y otros francamente intransitables. Y no es una exageración. En cada viaje uno puede ver, en carne propia o desde la distancia prudente del retrovisor, los rastros de accidentes, volcaduras y lo peor: cruces improvisadas que anuncian fallecimientos. Vidas que se apagaron no solo por imprudencia o destino, sino por el descuido criminal de una infraestructura olvidada.

Siempre he dicho que las palabras hablan, pero los números gritan: Según un dato crudo de la FGJE el 47% de los accidentes mortales se debieron a fallas en el pavimento, 23 muertos en lo que va del año (Protección civil estatal), 62% de los accidentes graves ocurren en tramos con pavimento desintegrado y 4 horas en promedio son los que pierden los transportistas por fallas mecánicas causadas por el mal estado de la vía, por eso pregunto:

¿Dónde están aquellos candidatos del 2024 que con enjundia grababan videos desde los tramos más dañados? ¿Dónde esa indignación encendida que servía para pedir el voto? Hoy, el silencio es tan ensordecedor como el ruido de las llantas cuando pisan los hoyancos. La carretera está igual o peor. Y con ella, la vida diaria de miles de personas que transitan entre las dos ciudades más importantes del estado.

Considere usted la importancia de esta carretera en mención; el 60% de nuestros alimentos y medicinas vienen por ahí… ¿En qué se gastan los peajes?

Es justo reconocer, aunque sea casi con lupa, que los tramos estatales muestran un poco más de trabajo. No es perfecto, pero al menos hay señales de mantenimiento. En contraste, los tramos federales parecen haber sido borrados del mapa del Gobierno de la República. Como si el norte del país, y en especial esta franja entre Chihuahua y Juárez, no existiera en sus prioridades logísticas o humanas.

Pero más allá de los gobiernos, la pregunta también va para nosotros, los ciudadanos: ¿qué tanto exigimos que se nos cumplan nuestros derechos? Porque sí, las carreteras son más que caminos: son venas económicas, corredores de seguridad, conectores sociales. Por ellas se mueven las mercancías que llenan los anaqueles, los insumos que permiten que funcione la maquila, y las familias que hacen vida entre dos polos urbanos que dependen uno del otro.

La conectividad no es un lujo, es un derecho. Y esa carretera, olvidada y rota, es el espejo de un abandono que se sigue normalizando. No podemos seguir aceptándolo. No podemos seguir manejando con miedo, apostando cada semana a que el siguiente bache no termine en tragedia.

Una carretera segura no es un privilegio: es el derecho que conecta todos los demás derechos. Empresarios, transportistas y sociedad civil debemos presionar juntos.

Es tiempo de retomar la exigencia. No con gritos vacíos ni discursos de coyuntura, sino con una voz ciudadana firme que recuerde que cada kilómetro olvidado es también una promesa rota. Y que el camino que une a Chihuahua con Ciudad Juárez merece más que parches: merece compromiso, mantenimiento y memoria.

Esta vez que no nos gane la resignación. Las carreteras no se arreglan con paciencia. Nos leemos la siguiente, en un tú a tú.

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