El día de mañana domingo 1 de junio, millones de mexicanas y mexicanos, y entre ellos los juarenses y chihuahuenses se dirigirán nuevamente a las urnas para finalmente llevar a cabo la tan ansiada para unos y tan polémica y controversial para otros, Reforma al Poder Judicial. Desde que a finales de su sexenio, el entonces presidente López Obrador, expusiera la iniciativa de transformación de este poder de la unión, el tema, como era de esperarse, fue causa de gran revuelo en nuestra sociedad. Las posturas a favor de la reforma arguyen la necesidad imperiosa de hacerle justicia a la justicia en este país, donde lamentablemente ha predominado la impunidad y la llamada justicia selectiva entre otros lastres que han perjudicado gravemente la legitimidad del sistema judicial mexicano. Mientras que las posturas en contra aducen fundamentalmente intenciones perversas del actual régimen político de la Cuarta Trasformación para, según estas perspectivas, afianzar su control institucional en todo el aparato estatal y establecer una dictadura con tintes soviéticos y stalinistas (sic).

Las divergencias son entonces manifiestas, como lo son también en una gran cantidad de temas que se discuten en sociedades que se asumen democráticas. Empero, hay que reconocerlo, el tema de la Reforma al Poder Judicial no es otro más, ni siquiera es un tema que pueda estimarse sólo como meramente importante como tantos otros, sino que se trata del abordaje teórico y empírico de una cuestión con implicaciones profundamente revolucionarias. Podría decirse que se trata del “tema de temas”. La transformación del sistema judicial es una cuestión que engloba una gran cantidad de temáticas hoy en plena discusión en la opinión pública o incluso inscritos en la agenda política y que no han encontrado salida favorable, dejando a personas, grupos y sectores de la población en una situación de incertidumbre, angustia, desesperación e impotencia por lo que consideran como injusticia. En síntesis, una gran mayoría de los problemas sociales tienen que ver con un marcado sentimiento de injusticia.

La impartición de justicia es fundamento del contrato social y como tal, sin cortapisas, es el “cemento de la sociedad”, como lo diría el teórico social Jon Elster. Cuando la impartición de justicia falla, la sociedad pierde cohesión y con ello la posibilidad de convivencia pacífica que se sustenta precisa e inexorablemente en normas, reglas y leyes que se respetan y se deben hacer respetar en aras del bien común. Esto ha sido una carencia histórica en nuestro país, volcado atávicamente hacia una dinámica violenta en prácticamente todos los ámbitos de la vida social. Un país donde incluso “quedarse viendo es un agravio” como lo menciona el sociólogo y literato mexicano Juan Villoro en uno de sus cuentos contenidos en su antología titulada Examen Extraordinario.

Aunado a esta impronta histórica de la cual no nos sentimos nada orgullosos, el tema de la crisis de impartición de justicia en México también va de la mano de otro fenómeno característico de nuestra época: el declive de las instituciones. Este declive no es propio de la realidad mexicana sino del devenir de la cultura occidental difundida en prácticamente todo el mundo. Este fenómeno, que ha sido analizado sistemáticamente por otro sociólogo, Francois Dubet, ha emergido como producto de la configuración y consolidación de sociedades liberales, en la cuales el individuo se superpone a la comunidad y a la sociedad, siguiendo sus propias reglas. Es decir, donde el interés personal antecede al interés colectivo, si es que este último sigue teniendo alguna vigencia. La impartición de justicia no ha estado exenta de esta nueva realidad sociológica, sino que lamentablemente ha sucumbido ante esta. Una de las grandes quejas y conflictos que hoy en día van en detrimento de la legitimidad del poder judicial se evidencia precisamente en el sentimiento colectivo de que la justicia en México no es imparcial, sino que favorece a determinados intereses capaces de comprar y cautivar el sistema de impartición de justicia, creando de manera contradictoria un régimen de injusticia profundamente lacerante.

Es claro entonces y hasta lógico, que para quienes ha resultado altamente favorable el estado actual del sistema de impartición de justicia en nuestro país, una reforma que busca resarcir los lastres que lo aquejan a través del mecanismo democrático de la elección de jueces y magistrados, resulta un atentado “populista” contra el conjunto de intereses personales que han podido sacar ventaja del sistema judicial tal cual como está. Y es que en sociedades donde el éxito se mide a partir de indicadores materiales y capacidad adquisitiva, es probable que haya arraigado en el subconsciente colectivo la idea de que la justicia es un bien material, eso sí muy preciado, al que sólo algunos se pueden dar el lujo de comprar para su propia satisfacción.

Así de grave se ha presentado la situación y es por eso que muchos y muchas afrontan este 1 de junio de 2025 con “temor y temblor” ante el cambio inminente que se avecina. Temor y temblor no sólo de quienes ven en esta reforma una afectación directa a sus propios intereses personales, sino también de mexicanas y mexicanos que tienen una gran expectativa en esta búsqueda de transformación del sistema judicial. Porque al saber que todo cambio se experimenta con más incertidumbre que certeza nos preguntamos si lograremos como sociedad mexicana estar a la altura de una revolución como esta, si realmente podremos hacerle justicia a la justicia. Ahí radica el temor y también el temblor, tal y como lo disertó el filósofo danés Sören Kierkegaard, para quien temer y temblar son la más clara manifestación de fe en lo que para algunos, desde una perspectiva estrictamente racional, podría resultar absurdo. Y México siempre ha sido un pueblo de fe, una fe que incluso fue el motor de nuestra independencia nacional.

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