Le confieso, apreciable público, que tenía previsto escribir sobre las jornadas extenuantes que vivimos en la Asamblea Distrital Bravos: largas horas de trabajo, exigencias técnicas crecientes y una retribución económica que no alcanza para justificar el desgaste físico y emocional que implica sostener, con dignidad, los principios democráticos. Pensaba dedicar estas líneas a reivindicar el esfuerzo colectivo, el compromiso silencioso que exige recordar que nuestra única oportunidad como nación reside en la solidez de nuestros procesos democráticos. No obstante, no quiero omitir lo esencial: mi más sincero reconocimiento y gratitud a quienes integran esta gran tarea cívica, gracias, consejeras y consejeros: Melva, Selene, Liliana, Daniela, Yadira, Isabel, William, Vania, Mtra. Escalona, Lic. Franco y Rodolfo.
Pero, como suele ocurrir con quienes saben guiar desde la crítica y la experiencia, mi mentor, el Doctor Alfonso Muela me compartió un video que trastocó el enfoque original de esta columna y reorientó la reflexión. Lo compartido evocó en mí lecturas fundamentales de mi tránsito por los estudios doctorales, y me recordó que la verdadera actualidad no siempre está en la coyuntura electoral inmediata, sino en las ideas que se reactualizan cuando se las confronta con la realidad.
Desde ahí parto. Esta participación no busca comodidad, sino provocar esa saludable incomodidad que nos obliga a pensar: ¿en qué momento se encuentra México y qué estamos haciendo o dejando de hacer para defender nuestras instituciones? Que las preguntas nos inquieten tanto como para formular respuestas lúcidas, individuales y colectivas.
El pasado domingo, 1 de junio, millones de mexicanas y mexicanos fuimos convocados a ejercer un derecho político: el voto. Sin embargo, más allá de los resultados, conviene hacer una pausa serena -pero urgente- para reflexionar sobre lo que estuvo en juego: la posibilidad de detener o permitir, como sociedad, el avance silencioso de un nuevo tipo de autoritarismo, que no se impone de golpe, sino que se infiltra, con guantes de terciopelo, en las entrañas del Estado constitucional, advirtiendo que lo antes mencionado no es retórica alarmista.
Hoy, como advertía Hannah Arendt tras el juicio a los criminales del Tercer Reich, es preciso comprender la banalidad del mal: esa forma de violencia estructural que no se presenta con rostro monstruoso, sino enmascarada de obediencia, de tecnocracia, de simple cumplimiento de órdenes. El mal -como lo revelaron los Juicios de Núremberg descritos por Arendt- no siempre grita: a veces susurra, administra, justifica y legisla.
Es dable recordar que Europa aprendió tarde que los regímenes totalitarios -cuatro históricos: nazismo, fascismo, franquismo y estalinismo- no emergieron de la noche a la mañana. Su consolidación se produjo, como lo dice Luis Fonsi “pasito a pasito, suave suavecito”. Es así que, mediante excepciones normalizadas, propaganda emocional, reformas jurídicas al servicio del poder, silencios cómplices y desactivación de la conciencia crítica, en este sentido, siempre repetiré que la historia no se repite -no es posible-, pero advierte.
Es así como, hemos llegado a un momento político donde se naturaliza el uso del decreto, se reforma el aparato penal con fines utilitarios, se colonizan o destruyen órganos constitucionales autónomos, se infiltra la fiscalía (estatal y federal) con operadores de partido, se manipula la narrativa del bienestar y se premia la impunidad. ¿Todo ello con fines democráticos? ¿Es esto la democracia que “nos hemos dado”? En este sentido. James Buchanan, premio Nobel en Economía, lo anticipó: la política no está compuesta por ángeles que buscan el bien común, sino por individuos que maximizan su interés personal. Y advertía que el verdadero problema surge cuando el diseño institucional permite la captura de poder sin contrapesos.
Las preguntas que sobresalen son: ¿Quién coloca límites? ¿Dónde están los funcionarios públicos que sientan vergüenza de pertenecer a estructuras de corrupción, simulación o cooptación institucional? ¿Es que ni uno solo de ellos tiene el coraje civil de decir “no” al poder desbocado? La pregunta, resuena con igual fuerza, donde la disciplina partidista ha desplazado la conciencia individual.
Y aquí es donde el acto de votar adquiere una dimensión trágica o emancipadora. Porque lo que está en juego no es solo el nombre de quien ocupa la función jurisdiccional, sino el tipo de país que estamos dispuestos a sostener. La ciudadanía, esa categoría surgida de la Revolución Francesa como sinónimo de emancipación y responsabilidad, se ha desdibujado entre el clientelismo electoral, el miedo a perder beneficios, la indiferencia disfrazada de neutralidad o el desprecio al propio sistema democrático.
Sin embargo, es aquí donde El camino de servidumbre de Hayek se materializa, ya que, efectivamente, los pueblos no caen en el totalitarismo de golpe, sino que son conducidos gradualmente hacia él. Bajo el pretexto de la paz social, de la inclusión, del bienestar común u otras justificaciones, se normaliza lo excepcional, se legaliza lo ilegal, se reprime la disidencia. No siempre con violencia visible, sino con propaganda, censura indirecta, multas, inspecciones selectivas y, finalmente, con la fuerza decreto en el Diario o periódico oficial del Estado el Boletín Oficial.
Y mientras tanto, la mayoría calla. O, peor aún, consiente suplantando el deber cívico por la indiferencia, negándose incluso a acudir a las urnas. Hannah Arendt lo advirtió con contundencia: el mayor mal en el mundo lo cometen personas que no eligen el mal, sino que simplemente no piensan. En México, no pensar, no cuestionar y no ejercer un voto consciente y crítico se ha convertido en una forma -tan pasiva como peligrosa- de participar en la erosión progresiva del Estado de Derecho.
Por ello, esta elección no puede entenderse como un punto final, sino como el inicio de una responsabilidad mayor: abrir conciencias y sostener la vigilancia ciudadana más allá de la jornada electoral. En México, y Ciudad Juárez, la democracia no puede seguir reduciéndose a una boleta cada seis o tres años; debe encarnarse en una ciudadanía activa, informada, ética y valiente. Porque el precio de mirar hacia otro lado es la renuncia silenciosa a la libertad, a la justicia y al porvenir. Y esa factura, tarde o temprano, la pagan nuestras generaciones venideras.