“Mientras más grande es el poder, más peligroso es su abuso.” Quise iniciar esta colaboración citando al padre del conservadurismo moderno, el británico Edmund Burke; no tanto por su posicionamiento político, sino por el profundo compromiso con sus principios, que lo llevaron a denunciar los abusos del Imperio Británico, convencido de que el poder debe estar limitado por la ética y la justicia.
Esta frase de Burke ha estado resonando en mi cabeza en estos últimos días, desde el inicio de las hostilidades entre Israel e Irán. Sobre todo, porque es fácil —y hasta cómodo— tomar partido para justificar la violencia que ejerce un país sobre otro. Sin embargo, esto adquiere un tono de irresponsabilidad cuando lo hacemos desde la distancia y sin contar con información completa.
México es un país que, históricamente, se ha caracterizado por su visión humanista y pacífica. Esto nos debe llevar a todos a alzar la voz, no en favor de una posición política, sino por aquello que realmente importa: la vida, la paz y la dignidad de los pueblos, sin distinción de razas, colores o posiciones en el espectro político. La paz es un derecho de todos los pueblos.
La escalada de violencia entre Irán e Israel tiene su origen en las confrontaciones regionales que se han dado en torno a Palestina y que no se han resuelto. Ahora, se han transformado en una amenaza real que puede traer consecuencias imprevisibles para toda la humanidad. Este es un momento de definiciones, que nos lleva a entender que no podemos permanecer ajenos a los acontecimientos globales solo por el hecho de estar “lejos”.
Debemos partir del hecho de que el único camino que debe explorarse para resolver conflictos y diferencias entre países es el diálogo y la diplomacia. El camino de las armas suele generar más problemas que soluciones, y siempre desemboca en el abuso del poderoso sobre el débil. Sin importar la bandera que ondee o la religión que se profese: el sufrimiento de los pueblos no tiene justificación alguna.
La frase “Mientras más grande es el poder, más peligroso es su abuso” nos recuerda que, cuando una nación elige la violencia, son los pueblos más vulnerables los que sufren las consecuencias a corto, mediano y largo plazo. Esto lo hemos vivido con demasiada frecuencia, y parece que la lección aún no termina de ser aprendida. Las víctimas suelen ser civiles, adultos mayores, niños y mujeres que no tienen refugio, pero tampoco tienen voz: son usados como escudos por unos y considerados daños colaterales por otros.
En este punto del conflicto, no podemos relativizar las responsabilidades de ambas naciones, ni podemos ignorar los contextos históricos. Lo que sí es un hecho es que, cuando hemos ignorado el conflicto entre Israel y Palestina, cuando hemos cerrado los ojos ante el intervencionismo y las rivalidades de origen religioso, también hemos alimentado décadas de violencia. Por eso, hoy no basta con señalar culpables: la solución es romper ese ciclo de violencia que siempre lastima a los más pobres.
La transformación que vivimos en México no puede considerarse un modelo amplio y completo sin un cambio real de valores y de conciencia. El humanismo y el pacifismo son luchas constantes por establecer una forma de vida que no vulnere la paz de otras naciones. Porque ninguna guerra es justa, pero es aún peor cuando se alimenta del odio.
Los mexicanos tenemos pensamientos y una cultura profundamente arraigados en la paz. Nos oponemos a cualquier forma de violencia, a la venganza y a las narrativas de enemigos eternos. La paz no puede construirse desde el resentimiento; por el contrario, la única paz verdadera surge cuando reconocemos en los demás el valor de ser, de existir y de pensar diferente.