Ciudad de México.- En las últimas semanas, diversas organizaciones de derechos humanos han alertado sobre un repunte en las redadas migratorias llevadas a cabo por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), sobre todo en el área metropolitana de Los Ángeles.
Aunque se trata de operativos anunciados como parte del cumplimiento rutinario de las leyes migratorias, el impacto en la comunidad latina, particularmente la mexicana, ha sido profundo y preocupante.
Los testimonios recopilados por medios de comunicación en zonas como Boyle Heights, East LA, Pacoima y el sur de Los Ángeles coinciden en lo mismo: agentes migratorios han intensificado sus operaciones en espacios públicos, zonas laborales e incluso áreas escolares.
Si bien ICE ha reiterado que sus esfuerzos se enfocan en personas con antecedentes criminales, en la práctica, muchas detenciones de trabajadores sin historial delictivo, padres de familia con décadas de residencia en el país e incluso jóvenes con protección DACA han sido documentadas por grupos comunitarios y defensores legales.
La historia migratoria entre México y Estados Unidos ha estado marcada por ciclos de integración y rechazo. Durante la Gran Depresión, miles de mexicanos fueron deportados en masa. En la década de 1950, la Operación Wetback repitió esta lógica, bajo el argumento de proteger la economía nacional.
Hoy, pese al reconocimiento público de la aportación de la comunidad migrante, especialmente durante la pandemia, los métodos de control migratorio siguen reproduciendo patrones de criminalización. El contexto actual agrava la situación. A nivel federal, el debate migratorio continúa empantanado.
La falta de una reforma integral, prometida por múltiples administraciones, mantiene en la incertidumbre a más de 11 millones de personas indocumentadas. En este vacío legal, ICE ha operado con amplio margen de acción.
En una ciudad como Los Ángeles, considerada santuario y con una población mexicana estimada en más de un millón de personas, este tipo de redadas generan un clima de temor generalizado. Familias enteras han dejado de acudir a clínicas, escuelas o supermercados por miedo a ser detenidas. Negocios pequeños, dirigidos en su mayoría por migrantes, han reportado bajas en sus ventas.
Además de la incertidumbre y el temor de quienes pueden ser sujetos a deportar, estas acciones envían un mensaje deliberado: que vivir sin papeles equivale a vivir fuera de la ley, sin derechos ni protección. Este tipo de narrativa alimenta el estigma, la discriminación y el racismo institucional. También desincentiva la cooperación con autoridades locales, algo esencial en comunidades que enfrentan problemas como la violencia armada, el acceso desigual a servicios o el desempleo.
Cabe preguntarse cuál es el objetivo real de estas redadas. Si se trata de seguridad pública, habría que analizar muy bien los datos que lo respalden. Estudios realizados por universidades como UCLA han demostrado que las ciudades que limitan la colaboración con ICE no experimentan mayores índices de criminalidad.
Por el contrario, fomentan la confianza comunitaria y una mayor integración social. Si el propósito es disuadir la migración irregular, los flujos migratorios responden a causas estructurales que van mucho más allá del miedo a la deportación.
La responsabilidad recae también en las autoridades locales. Aunque Los Ángeles ha mantenido su política de “ciudad santuario”, se requiere más que declaraciones simbólicas. Es necesario reforzar el acceso a representación legal gratuita, establecer protocolos específicos de la actuación de ICE en espacios públicos y ampliar las campañas de información en español para que la comunidad conozca sus derechos. Los Ángeles no puede declararse refugio sin actuar como tal.
La urgencia del momento exige una respuesta coordinada entre gobierno, sociedad civil y medios de comunicación. La normalización de redadas masivas no solo afecta a quienes son detenidos, sino que debilita los valores democráticos de inclusión, justicia y respeto a los derechos humanos. La migración no es un delito. Y las políticas públicas deben reflejar esa verdad básica.
En lugar de invertir en estrategias punitivas, se debería canalizar el esfuerzo hacia soluciones estructurales: vías de regularización, acuerdos binacionales que aborden las causas del desplazamiento forzado y políticas laborales que reconozcan la contribución migrante. Mientras eso no ocurra, las redadas seguirán siendo no solo una falla política, sino una profunda injusticia social. Al tiempo.