En las últimas semanas, el tema del secuestro está en las mesas de análisis gubernamentales, policiacos, judiciales pero, sobre todo, en la mente del colectivo social. Los casos documentados por los medios de comunicación, en varias entidades del país, hablan ya no solo del secuestro mismo, sino de la crueldad de los victimarios.

Ni es privativo de Chihuahua ni ocurre solo en México. Es un delito que se extiende a la mayor parte de las naciones y, lo más delicado, es que ya no solo se trata de secuestros de personas con alto nivel económico, sino hacia todos los estratos sociales.

Las notas periodísticas indican que los criminales enfocaron sus baterías incluso hacia grupos de personas en situación de tránsito, como en Ciudad Juárez, indocumentados que el único “pecado” que cometieron, fue huir de sus países en busca de una mejor calidad de vida.

Pero no solo vivieron un infierno en su travesía, sino que cayeron en manos de secuestradores que han mostrado una crueldad animal, hechos inenarrables para cualquier humano en sus cinco sentidos. No solo se trata de indocumentados… ahora las víctimas son de cualquier condición social o económica.

El secuestro es, sin lugar a dudas, uno de los crímenes más atroces que pueden cometerse contra un ser humano. No se trata únicamente de una violación a la libertad personal, sino también de un acto profundamente inhumano que deja cicatrices físicas, psicológicas y emocionales imposibles de borrar.

Detrás de cada caso de secuestro hay una víctima, una familia rota, una comunidad atemorizada y un sistema judicial puesto a prueba. La crueldad con la que muchos secuestradores tratan a sus víctimas no es simplemente un medio para lograr un fin -dinero- sino un reflejo alarmante de una descomposición moral profunda que no puede ni debe ser tolerada por una sociedad civilizada.

Las estadísticas frías nos hablan de cifras, porcentajes y tendencias, pero ocultan el dolor individual. Cuando una persona es secuestrada, se le arrebata más que su libertad: se le priva de dignidad, de autonomía, de seguridad. Se le encierra en un infierno en el que cada minuto puede ser una tortura y cada día una lucha por la supervivencia mental y física.

Los relatos de víctimas liberadas, cuando logran regresar con vida, son estremecedores. Muchos han sido encadenados durante días o semanas, mantenidos en condiciones infrahumanas, privados de alimento, agua y luz. Algunos han sido sometidos a violencia física sistemática, abusos sexuales, humillaciones constantes o amenazas de muerte. En ciertos casos, las víctimas son utilizadas como piezas de chantaje emocional, obligadas a grabar videos para suplicar a sus familias que paguen un rescate.

Este nivel de crueldad no puede ser descrito como un simple “exceso”. Es una manifestación de maldad premeditada, de desprecio absoluto por la vida ajena. Es, en esencia, un acto de terrorismo que siembra el miedo no solo en la víctima, sino también en toda la sociedad.

Además del daño a la víctima directa, el secuestro arrasa con todo a su paso. Las familias sufren una angustia insoportable, viven meses o años de incertidumbre, y muchas veces quedan arruinadas económicamente tras pagar un rescate.

El secuestro no es un crimen individual, es una herida social. Y como tal, requiere una respuesta contundente y colectiva.

La justicia no puede ser tibia, ni ambigua, ni indulgente con los secuestradores. No solo porque su delito es uno de los más inhumanos, sino porque su castigo debe servir también como disuasión para otros posibles criminales.

La impunidad es el peor enemigo de la justicia. En muchos países, los secuestradores son capturados -si acaso- después de años de operaciones criminales, y en no pocas ocasiones son liberados por fallas en el debido proceso, falta de pruebas, o incluso corrupción dentro del sistema judicial. Esta situación no solo es una burla para las víctimas y sus familias, sino que envía un mensaje peligroso: el crimen puede salir gratis.

Frente a este panorama, se vuelve imperativo exigir una actuación firme y coherente de los aparatos de justicia. Las leyes deben ser claras, las penas severas, y los procedimientos judiciales rápidos y eficaces.

Es hora de dejar de mirar hacia otro lado. Es hora de exigir que la justicia actúe, no como un aparato burocrático, sino como la expresión viva de una sociedad que no tolera la crueldad, que honra a sus víctimas, y que se construye sobre los pilares de la dignidad humana. Porque, en síntesis, el secuestro son las celdas de un infierno cada vez más despiadado y el castigo debe ser ejemplar, antes de que perdamos la capacidad de asombro. Al tiempo.

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