En México, sobre todo en el estado de Chihuahua, el narcotráfico es mucho más que un problema de seguridad: es una herida profunda que atraviesa el tejido social, económico y político del país. Su impacto no se limita al enfrentamiento entre cárteles y fuerzas del orden.
Al contrario, sus consecuencias se manifiestan cotidianamente en la salud física y mental de la población, en la descomposición de comunidades enteras y en una cultura de impunidad que ha minado la credibilidad de las instituciones. Esta crisis no es nueva, pero su persistencia y agravamiento obliga a una reflexión crítica y urgente.
El crecimiento del narcotráfico en México ha sido favorecido por una compleja combinación de factores: pobreza estructural, falta de oportunidades, corrupción sistémica, debilidad institucional y una demanda internacional incesante, sobre todo desde Estados Unidos.
A lo largo de las décadas, los cárteles se han consolidado no sólo como redes criminales, sino como verdaderos poderes paralelos en regiones donde el Estado ha sido renuente a ejercer control legítimo. Estos grupos operan con una sofisticación que va desde la infiltración en las esferas gubernamentales hasta el uso de tecnologías militares, y en muchos casos, brindan «servicios» y «protección» a comunidades desprotegidas, sustituyendo al Estado.
Una de las consecuencias más trágicas y menos visibilizadas del narcotráfico es su impacto en la salud pública. El consumo de drogas ilegales ha aumentado significativamente en el país, en especial entre jóvenes.
Según la Encuesta Nacional de Consumo de Drogas, Alcohol y Tabaco, el uso de metanfetaminas, fentanilo y otras sustancias sintéticas se ha disparado en los últimos años. Estos consumos están asociados con trastornos mentales, enfermedades crónicas y una creciente sobrecarga en los sistemas de salud públicos, que ya de por sí operan con recursos limitados.
A ello se suma el terror que experimentan miles de personas como resultado de la violencia directa del narcotráfico. Las desapariciones forzadas, los asesinatos, las extorsiones y los desplazamientos forzados generan traumas colectivos difíciles de dimensionar.
La salud mental de las comunidades afectadas está profundamente deteriorada: estrés postraumático, ansiedad, depresión y adicciones son comunes en zonas donde los cárteles imponen su ley. Sin embargo, los servicios de salud mental siguen siendo escasos y, en muchos casos, inaccesibles para quienes más los necesitan.
Pero quizá el elemento más corrosivo del narcotráfico sea la impunidad que lo rodea. En el país la probabilidad de que un delito se investigue y castigue es mínima. Según datos de organizaciones como México Evalúa y el Inegi, más del 90% de los delitos no se denuncian o no se investigan eficazmente.
Esto es aún más alarmante en el caso de crímenes relacionados con el narcotráfico. En nuestro estado, por ejemplo, los asesinatos de periodistas, activistas, funcionarios honestos o ciudadanos comunes quedan, en su mayoría, sin esclarecer.
La impunidad no es solo una falla jurídica; es una bomba moral. Envía el mensaje de que el crimen paga, de que la justicia es negociable y de que la violencia es una vía legítima para obtener poder. Esta normalización tiene consecuencias profundas: se deteriora la confianza en las instituciones, se fragmenta la cohesión social y se debilita el compromiso ciudadano con la legalidad. Además, genera un ciclo vicioso donde la violencia engendra más violencia, y donde la única salida aparente para miles de jóvenes sin futuro es enrolarse en las filas del narco.
Frente a este panorama, la solución no puede ser exclusivamente militar o punitiva. El enfoque tradicional de “guerra contra las drogas” ha demostrado su ineficacia y sus costos humanos son incalculables. Es imperativo replantear la estrategia nacional con un enfoque integral que incluya prevención, atención a las adicciones, desarrollo social, fortalecimiento institucional y reformas judiciales de fondo.
La sociedad también tiene un papel crucial. La exigencia de rendición de cuentas, la denuncia del abuso de poder, el fortalecimiento del periodismo independiente y el trabajo comunitario son elementos indispensables para resistir el avance del crimen organizado. No se trata solo de un problema del gobierno, sino de una responsabilidad colectiva que interpela a todos los sectores.
México y Chihuahua necesitan sanar. Y para ello, es necesario dejar de ver al narcotráfico como un fenómeno externo o ajeno, y entenderlo como un reflejo de nuestras propias fallas estructurales. Sólo a través de un esfuerzo coordinado, humano y sostenido será posible cerrar esta herida abierta. De lo contrario, el país seguirá desangrándose, atrapado en un ciclo de violencia, enfermedad e impunidad que lo condena a vivir bajo la sombra del miedo. Al tiempo.