¿Queremos como juarenses realmente reconstruir nuestra vida social y pública a sabiendas que eso implica un cambio profundo y arduo en nuestra propia vida personal? Los juarenses somos una sociedad que ha tenido que aprender a vivir en la zozobra, en la incertidumbre y en el riesgo. Ciertamente, no somos el único municipio que enfrenta grandes retos relativos no solo a la protección y seguridad de sus ciudadanas y ciudadanos, sino también de carácter infraestructural, entre muchos otros. Es cierto también que hemos avanzado en algunos aspectos importantes, tal y como debe ser en cualquier urbe que aspire a superarse en todos los rubros de la vida pública. Ya no somos lo que alguna vez fuimos y esto es algo natural en todo proceso evolutivo propio del inevitable desarrollo tanto individual como colectivo.

Sin embargo, evolucionar o desarrollarse no necesariamente significa lograrlo de manera positiva, o bien, ventajosa y provechosa para las diversas comunidades que forman parte de esta sociedad juarense o para cualquier otra en el mundo. En el fondo, el desarrollo o la evolución son fenómenos altamente complejos y que requieren la más pulcra atención en todos los órdenes.

Generalmente, al escuchar el término “desarrollo” o “evolución” como iniciativa política de buenas intenciones, asociamos ambos conceptos con una expectativa de esperanza o de futuro prometedor. Desde el ámbito político es común escuchar en los discursos la palabra “desarrollo” o “crecimiento” (que son dos concepciones distintas aunque suelen expresarse como sinónimos) fundamentalmente como expectativa económica de mejora de las condiciones materiales de existencia; mientras que “evolución” (otrora expresión estrictamente biologicista) ha tenido una connotación más cientificista o tecnológica revestida de un dejo de complejidad que es propia de todo aquello que nos parece difícil de aprender si no comprender, sobre todo a generaciones que se han sentido superadas por el constante aparecer de innovaciones tecnológicas o “el avance de la ciencia”.

Así entonces, son ciencia y economía las dos concepciones mediante las cuales comúnmente solemos entender el desarrollo de una sociedad y sus comunidades. Y si bien, hasta cierto punto esto es así, dado que no puede haber desarrollo económico sin avance científico, pero tampoco desarrollo tecnológico sin fortalecimiento económico, toda sociedad requiere de otros elementos igual de sustanciales o quizá todavía más relevantes para que ese desarrollo o proceso evolutivo se produzca en condiciones social y comunitariamente favorables. Es decir, no solamente se trata de un proceso acumulativo que se circunscriba exclusivamente a la ley de la oferta y la demanda, cuya orientación en el plano individual se sintetice en el mero “tener para ser” (recordando una de las tesis del psicoanalista Erich Fromm), sino de crecer y desarrollarse con el criterio de que nuestro desarrollo individual, bio-psico-social, es o debe ser paralelo al desarrollo social y humano, pues de lo contrario, algo no está funcionando bien. Si sólo crecen y se desarrollan unos cuantos en desmedro de una gran mayoría, algo está resultando perjudicial en la política económica, pues de esta manera se asemeja a un evolucionismo biológico basado en la selección natural, es decir, en la “ley del más fuerte”. Esto crea un ámbito de convivencia sustentado en el principio de competencia que nos dispone al establecimiento inexorable de relaciones sociales de marcada tendencia conflictiva y generalmente caracterizadas por la desconfianza mutua, la sospecha o el escepticismo, lo que crea un ambiente estresante y tenso en el campo de lo social, muy vulnerable a lo que generalmente se conoce como el rompimiento del tejido social.

En las últimas décadas hemos venido legitimando este tipo de comportamiento social, y por lo tanto este tipo de política de vida. Una de las expresiones de esta legitimación se observa en el ámbito más nítido de la realidad que vive o experimenta una sociedad y sus comunidades, el lenguaje, cuando escuchamos con cierto dejo de orgullo o soberbia aquella frase que reza: “el que no tranza no avanza”. Esto quiere decir, que aquel o aquella que no logra burlar o vencer al otro u otra no puede seguir adelante y, por lo tanto, no puede crecer y mucho menos desarrollarse en el plano individual. Expresiones como esta, entre muchas otras, reflejan la plausibilidad o aceptación del estado de cosas actual, de la violencia intrínseca en las relaciones sociales que establecemos y de la legitimación de una vida personal, social y pública fundamentada en la competencia.

Son muchos los ejemplos que hacen evidente esta situación social y comunitariamente adversa, lamentablemente muchas de estas radicales como el quitarle la vida a otro ser humano concibiendo tal atrocidad como una especie de trabajo mediante el cual algunas personas se dicen “ganar la vida”. Y desde luego el engaño o la burla que se efectúan en algunos rubros comerciales con el propósito de sacar ventaja o “ganar más por menos”, sin ningún parámetro moral de por medio que no sea el de vencer, doblegar, subyugar o someter, tal y como ha acontecido recientemente en nuestra sociedad juarense con el caso de los falsos crematorios.

Por lo tanto, si realmente deseamos como juarenses restablecer el entramado de relaciones sociales, o como se ha dicho en varias ocasiones anteriores, recomponer el tejido social cuyo objetivo sea el de mejorar sustantiva y sustancialmente la convivencia ciudadana, no sólo es menester de las políticas de gobierno municipal, estatal y federal generar las condiciones necesarias para alcanzarlo, ni la mera exigencia a estas por parte de la ciudadanía. Además de estos es necesario si no urgente asumir cada una y uno de nosotras y nosotros nuestra inexcusable responsabilidad o responsabilidades en el amplio campo de la política, es decir, de la vida pública.

No habrá política pública alguna que logre la superación de los diversos problemas sociales si no caemos en la cuenta de la responsabilidad individual que tenemos como ciudadanos en la vida pública de nuestra sociedad. Nos encontramos entonces, como juarenses, ante el enorme reto de revertir la perspectiva y todo el conjunto de creencias que hemos asumido como válidas al momento de establecer relaciones sociales desde la familia, pasando por el entorno laboral, escolar, vecinal y de amistades.

Desde luego, es claro que el reto es sumamente complejo al implicar una verdadera revolución de las conciencias que requerirá de un proceso a largo plazo y de la participación de todas las instituciones públicas y privadas. Pero para esta empresa histórica se hace determinante la disposición individual, el querer ser y hacer de cada juarense en aras a la construcción de una nueva realidad social. Por esto, la pregunta es entonces ¿queremos como juarenses realmente reconstruir nuestra vida social y pública a sabiendas que eso implica un cambio profundo y arduo en nuestra propia vida personal? Si es así, estamos ante una nueva definición del contrato social; de lo contrario, seguiremos en una espiral conflictiva cada vez más violenta y de la que será sumamente difícil escapar. Estamos a tiempo. Sonría, de las gracias, respete y ayude, acciones que son cemento de la convivencia social pacífica.

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