Últimamente he estado pensando mucho en lo que pasa en nuestra ciudad. Todos los días nos despertamos con noticias de violencia, de pleitos entre vecinos, de jóvenes detenidos por andar metidos en problemas, de familias que viven bajo el mismo techo pero que ya no se hablan. Ciudad Juárez se ha vuelto un lugar más difícil para convivir. Y aunque muchas veces señalamos al gobierno, a la economía o a los medios, yo me pregunto: ¿y si el problema está más cerca de lo que creemos? ¿Y si el problema empieza en casa?
La familia es, o debería ser, el primer espacio donde aprendemos a convivir. Es ahí donde empezamos a entender qué es el respeto, por qué es importante decir la verdad, cómo se resuelven los desacuerdos sin llegar a los golpes, y por qué no todo gira en torno a uno mismo. La familia, en teoría, es la primera escuela de valores, de empatía, de responsabilidad. Pero ¿lo sigue siendo?
En los últimos 20 años Juárez ha cambiado muchísimo. Y no lo digo solo por el crecimiento urbano o los cambios tecnológicos. Me refiero al ambiente social. Hay más desconfianza, más intolerancia, más aislamiento. Nos cuesta trabajo hablar con el vecino, ayudar al que necesita, ceder el paso en la calle, pedir perdón. ¿Será que nos estamos descomponiendo como sociedad? ¿O será que simplemente estamos cosechando lo que sembramos (o dejamos de sembrar) en casa?
Muchos padres hoy viven con miedo de corregir a sus hijos. Tienen miedo de “traumarlos” o de “reprimirlos”, como si enseñar límites fuera sinónimo de violencia. En lugar de formar hijos responsables, estamos criando niños que creen que el mundo les debe todo, que pueden hacer lo que quieran sin consecuencias. Y no es que antes todo fuera mejor, pero al menos había más claridad sobre el papel que cada quien jugaba en la familia. Hoy parece que muchos hogares han perdido esa brújula.
Y claro, no se trata de culpar solo a los padres. También entiendo que criar a un hijo hoy es mucho más difícil que hace 30 o 40 años. Los trabajos consumen más tiempo, la tecnología absorbe la atención de todos, y muchas veces los adultos también traen sus propias heridas emocionales sin sanar. Pero, aun así, no podemos renunciar al papel de ser el primer ejemplo de humanidad para nuestros hijos.
Me gustaría pensar que todavía hay tiempo de recomponer el rumbo. Que podemos volver a ver a la familia como ese refugio donde aprendemos a vivir con otros, donde se nos enseña a respetar, a escuchar, a compartir. No todo depende del Estado ni de las escuelas. Hay cosas que solo pueden enseñarse en el calor del hogar, con el ejemplo cotidiano, con la paciencia que da el amor.
Tal vez el caos que vemos allá afuera es el reflejo de muchas casas donde ya no se conversa, donde ya no hay reglas claras, donde los hijos mandan y los padres obedecen. Tal vez, y solo tal vez, Juárez necesita más familias que eduquen con firmeza y cariño, y menos pantallas que distraigan y confundan. ¿Estamos a tiempo? No lo sé. Pero vale la pena intentarlo.