El mundo del trabajo ya no es lo que era. La manera de ganarse la vida ha evolucionado a una velocidad vertiginosa. Si antes los cambios se medían en décadas, hoy ocurren en cuestión de meses, y el punto de quiebre fue claro: el 2020. La pandemia no solo encerró a la gente en casa; reconfiguró nuestra relación con el empleo, nuestras expectativas y hasta nuestra ética laboral.
Lo que estamos viendo es una paradoja peligrosa: se busca ganar más, pero esforzarse menos. La cultura del compromiso ha cedido paso a una cultura de la inmediatez. Queremos flexibilidad, pero no disciplina; seguridad financiera, pero sin riesgos. Y, en muchos casos, se ha perdido el amor al trabajo. No hablo de romantizar jornadas extenuantes o sueldos injustos, sino de esa satisfacción que da aprender, crecer y superar un reto, nos hemos quedado atrapados en un modo de sobrevivencia que ya no impulsa superación.
En la frontera norte, esta situación es especialmente preocupante. Nuestra economía está amarrada —y muchas veces, encadenada— a la industria maquiladora. Y ese motor ya no acelera como antes. En Coahuila, la tasa de desocupación alcanzó el 3.55 % en el primer trimestre de 2025, afectando a más de 55 800 personas. En Baja California, la cifra es 2.2 %, pero la caída de plazas industriales ha encendido las alarmas. En Chihuahua, solo entre marzo de 2024 y el mismo periodo de 2025, se perdieron 7 320 empleos formales.
La industria maquiladora ha despedido a miles en los últimos dos años. Las PYMES han absorbido parte de esa fuerza laboral, pero están topadas: no pueden contratar a todos, y muchas apenas pueden sostener sus nóminas. Aunque aquí la informalidad es menor que en el sur del país, está creciendo. El dato nacional es brutal: 54.4 % de los trabajadores mexicanos —unos 32.5 millones de personas— están en la informalidad, sin acceso a seguridad social ni prestaciones.
Lo que más preocupa no es solo la cantidad de desempleados, sino el tipo de trabajos que se están perdiendo. Antes, el oficio era un legado. Ser sastre, carpintero, tornero o zapatero no era un empleo cualquiera; era un conocimiento que se transmitía de generación en generación, un activo cultural y productivo. Hoy, esos oficios se extinguen, y con ellos se va una parte de nuestra identidad laboral.
Cuando un oficio muere, no solo desaparece una ocupación: se rompe una cadena económica que incluía talleres, proveedores, aprendices y comunidades enteras. La manufactura ha cambiado, y aunque algunos hablan de “mentefactura” como si fuera un descubrimiento reciente, en la metalmecánica siempre hemos creado con la mente y con las manos. La diferencia es que ahora, muchas de esas manos están siendo reemplazadas por tecnología.
La Inteligencia Artificial ya está aquí y no se va a ir, está revolucionando sectores completos: diseño, contabilidad, logística, programación. La IA no pide vacaciones, no enferma, no exige prestaciones. Para las empresas, es eficiencia; para miles de trabajadores, es desplazamiento.
Sabiendo esto, no puedo dejar de hacerme estas preguntas ¿Qué vamos a hacer con tanta gente sin trabajo?, ¿Podremos reconvertir habilidades a tiempo, o ¿dejaremos que la informalidad sea el colchón precario para quienes queden fuera?
Algunos dicen que con la automatización tendremos más tiempo libre, pero el tiempo libre no sirve de nada si no tienes ingresos para sostenerlo. Y sin una estrategia clara de capacitación y reconversión laboral, lo que tendremos será una sociedad con más horas desocupadas… y más bolsillos vacíos.
La dependencia de la maquila es una espada de doble filo, nos ha dado estabilidad durante décadas, pero también nos ha hecho frágiles ante cambios globales que no controlamos. La guerra comercial entre potencias, la relocalización de cadenas de suministro (nearshoring), y la automatización son fuerzas que ya están moldeando el empleo en la frontera, nos demos cuenta o no.
La respuesta no puede ser esperar a que “la economía mejore”, tenemos que diversificar ya, capacitar ya, reconvertir ya. Si no, un día nos vamos a despertar con una realidad brutal: la mitad de nuestra fuerza laboral no tendrá un lugar en la economía del siglo XXI.
Propongo tres pasos urgentes para no quedarnos fuera:
Capacitación continua y reconversión laboral: Crear programas permanentes, públicos y privados, que permitan a los trabajadores aprender nuevas habilidades, especialmente en áreas técnicas, digitales y de servicios especializados. No basta con “cursos” aislados: se necesita un sistema vivo de aprendizaje que siga el ritmo de la tecnología.
Diversificación económica de la frontera: No podemos depender únicamente de la maquila. Debemos impulsar industrias complementarias: logística avanzada, energías renovables, manufactura de alto valor agregado, turismo de negocios y servicios profesionales.
Rescate y modernización de oficios: Integrar a los oficios tradicionales en la economía actual, combinando técnicas artesanales con herramientas digitales. Un carpintero puede vender a nivel global si tiene acceso a plataformas, marketing y logística. Recuperar los oficios no es nostalgia: es estrategia productiva.
El mundo del trabajo no va a esperarnos. ¿Tendremos la visión y la voluntad de adaptarnos antes de que sea demasiado tarde? Porque, si algo nos ha enseñado la historia, es que las sociedades que no se adaptan, desaparecen del mapa económico.
Y la frontera, con todo su potencial, no puede darse ese lujo.