Los mercados aún conservan el alma de las calles. No son sólo lugares de intercambio de mercancías: son rincones donde la memoria se despierta con los olores, los gritos, los colores y el bullicio. Recorrerlos es volver, por un instante, a los días de la infancia, cuando íbamos de la mano de mamá a escoger entre los manojos de cilantro fresco, la docena de naranjas bien redondas y jugosas o las papas recién sacadas de la tierra. “¿Cómo le va, marchanta?”, decía el voceador entre cajas de tomate y montones de cebolla. Y ahí nos veíamos, pequeñas, aprendiendo a distinguir el queso fresco a granel del añejo, a escoger una sandía, un melón y una papaya madura. Oler la miel con cera y todo, aún con alguna que otra abeja revoloteando alrededor. Ver con que arte envolvían la manta que protegía la miel, amarrarla con cuidado, sin que se derramara fuera del frasco de vidrio cerrado a presión y listo para colocarlo en la bolsa de red de cuadros de colores junto a los demás productos de la compra matutina.

Hoy, los supermercados han ganado terreno. Todo está envuelto, etiquetado y ordenado en pasillos silenciosos, sin regateo, sin charla, sin olores intensos. Es práctico, sí. Pero también es impersonal. Nadie te dice “¿qué le doy, güerita?” ni te recomienda el mango más dulce ni te regala el pilón de limones. El código de barras reemplazó al “déjeme ver qué le completo” y las bolsas de plástico reemplazaron los alcatraces de papel periódico.

Aun que hoy en día estos negocios ofrecen comodidad y amplios horarios, los mercados del centro siguen siendo un punto vital para el abasto de frutas y verduras frescas, manteniendo vivas las tradiciones de compra y el trato directo entre vendedor y cliente.

Las dulcerías del centro son parte del ritual. En plena calle Miguel Hidalgo antes de llegar a “papelerama” y a la antigua presidencia municipal, están esas tienditas donde podemos comprar bolis caseros, paletas de leche y tamarindo con chile que saben a puro verano, a precio muy módico como para revender en los puestecitos o tienditas de las colonias, Las entregan envueltas con el famoso “hielo seco” que ayuda a conservar los productos. Con un poco de intrepidez podemos poner un trocito en la boca para que salga humo como magia y entretenernos un rato mientras seguimos caminando entre los puestos de frutas, carnes, ropa, artículos de ferretería.

Entre la calle Francisco Villa, y en la calle Venustiano Carranza, se arman los mercados sobre ruedas, son un entramado de lonas, gritos y voces que nos hacen sentir parte de algo. La señora de las hierbas con su delantal de cuadros, nos ofrece té de laurel, gordolobo y manzanilla, el señor del chile seco grita: “¡Llévelo marchanta, chile pasilla del bueno, recién bajado del camión!”. A veces, hasta un canario, un cardenal en su jaula adorna algún puesto, porqué también ahí se compra alpiste, semillas o tomatitos silvestres para alimentarlos.

Entre todo ese ir y venir, también se compran cerillos, pastillas de alcanfor, sobres de polvo para curar el empacho, y pomada para las reumas. Por supuesto una red de ajos, canela entera en montoncito, un paquete de chicharrón y un cuarto de manteca.

Nunca deben faltar las tortillas que dan vuelta al sonido metálico de la maquinaria antigua donde se calientan y se apilan para envolverlas con arte en papel estraza. Nos dan a probar una para hacerla rollito, ponerle una pizca de sal, envolverla entre las manos, y hacerla viajar al corazón, porque cada una lleva grabada una historia de hogar, de mesa compartida y de mirada maternal.

Fuera del mercado Cuauhtémoc, entre los pasillos de la noche triste y Vicente Guerrero se riegan los puestos con agua sacada de baldes, y con la misma mano o con un jarrito se salpica el suelo, para aplacar el polvo o el calor. Todo tiene un orden espontáneo, una lógica de la calle. Es ese el espacio dispuesto para ofrecer el nopal fresco, las mandarinas apiladas, mangos, uvas, ciruelas y con mucha suerte: tunas rojas y blancas.

Las carnicerías son otro universo. El chorizo colgado en cordones rojos, el sonido de los cuchillos golpeando la tabla, los cortes que se envuelven en papel grueso, el pollo fresco que aún trae señales de haber sido recién desplumado.

Justo en estos espacios se mezclan los olores de las colitas de pavo recién cocidas, los tamales de olla y los tacos de barbacoa que se venden desde temprano. Si las moscas se atreven a molestar, los encargados del negocio sacan unos “espanta moscos” que hacen con tiras de periódico enrolladas, que sacuden en el aire para ahuyentarlas o bien encienden esos aparatos terroríficos de luz entre azul y morada que “chilla” cuando alguna ha sido eliminada. La piel se pone “chinita” entre el sonido y la escena desagradable pero cotidiana de la muerte de las moscas.

En estas calles todo se vende, todo se compra: cubetas de plástico de colores brillantes, jarras, trapeadores, escobas de ixtle, talladores, escobetas, recogedores, plumeros, veneno para cucarachas, cepillos para lavar la ropa, jabones de barra para la lavadora. Todo sirve. Todo es útil. Todo es cercano.

Detrás de todo esto hay un mundo invisible que empieza a moverse desde la madrugada. Camiones llegan a las cinco o seis de la mañana, hay personas que, sin hacerse notar, descargan costales de papas, cajas de aguacate, huacales de plátanos, rejas llenas de verdura para que, al amanecer, todo esté listo. El trabajo comienza mucho antes de que abramos los ojos. Hombres con mandil, mujeres que colocan la fruta como si fuera joyería, niños que ayudan, aprendiendo el oficio. El mercado es comunidad. Es economía viva. Es identidad. Aún quedan esos tianguis del centro que se instalan en las calles donde la gente sigue llevando su canasta, preguntando precios y compartiendo recetas. En un mundo que se mueve cada vez más rápido, estos mercados nos invitan a detenernos, a mirar de frente a quien nos vende, a confiar, a tocar, a oler. Mientras existan esos espacios, seguiremos recordando que hay una forma de vida que resiste, que sigue oliendo a orégano, a carne recién cortada, a miel con cera, a periódico mojado, a jabón rosa, y a recuerdos.

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