México suele discutir sus reformas electorales como si cada sexenio hubiera que inventar la rueda. Esa inercia no solo agota a la opinión pública; erosiona lo que sí funciona y distrae de lo que debe corregirse, basta con recordar, los llamados: plan a, plan b y plan c. Por ello, ante el hecho de la Conformación de una Comisión encabezada por Pablo Gómez, conviene recuperar tres premisas sencillas y, sin embargo, decisivas.

Primera, el andamiaje electoral nacional y de sus entidades federativas, en lo esencial, funciona, así como en nuestro estado de Chihuahua. Produce alternancias, canaliza pacíficamente la renovación del poder y resiste embates que en otras latitudes ya hubieran descarrilado el proceso democrático. Aun con ello, sobresalen las siguientes cuestiones: ¿Es perfectible? Claro que sí. ¿Requiere cirugía de urgencia? No pero, si exige ajustes finos.

Segunda, nuestro “pacto” electoral es producto de una evolución paulatina, capas de consenso acumuladas desde los noventa, un trabajo de tiempo atrás. Esa lógica incremental -y no las refundaciones caprichosas- nos trajo hasta aquí. Destrozar ese método para imponer “la reforma total” sería un retroceso y la historia enseña que la ingeniería institucional hecha por la fuerza genera más problemas que soluciones.

Tercera, toda reforma que contiene reglas del juego requiere consensos amplios: todos sus participantes, es decir, los partidos políticos. No basta con tener los votos para aprobarla; se necesita legitimidad compartida para aplicarla. Las leyes electorales no pueden nacer del agravio, sino del acuerdo. Las mayorías sirven para legislar; los consensos, para trascender.

Desde estas premisas, lo que está en debate no es si habrá elecciones, sino qué tipo de elecciones queremos. El país enfrenta dos modelos contrapuestos: comicios con integridad -la ciudadanía contando votos, padrón ajeno a los gobiernos, fiscalización y observación robustas- contra ejercicios que simulan participación, pero vulneran garantías elementales. La tentación de “abaratar” controles siempre luce eficiente… hasta que cobra la factura en credibilidad.

Para no perdernos en la línea argumentativa, conviene ordenar la conversación en cuatro pilares:

Se debe revisar el mecanismo de nombramiento de consejerías y magistraturas para ensanchar el consenso de origen. Que el Senado, con una mayoría calificada más exigente, nombre a quienes arbitrarán la contienda; y que los comités de selección tengan diseños anticaptura -duraciones escalonadas, perfiles realmente apartidistas, transparencia radical-.

Tres tópicos intocables: a) Ciudadanización del escrutinio: que sean las y los ciudadanos quienes integren casillas y cuenten los votos; b) Padrón electoral blindado de cualquier injerencia gubernamental; c) Vigilancia plural de todo el proceso por partidos y observadores.

El financiamiento público no es un privilegio de partidos: es un muro sanitario frente al dinero indebido. Discutamos fórmulas más razonables -por ejemplo, 50% igualitario y 50% proporcional-, y hagamos lo mismo con el acceso a medios electrónicos. Pero mantengamos una línea roja: servidores públicos fuera de campaña.

El objetivo no es inflar congresos, sino reflejar con honestidad el voto ciudadano. México puede explorar mecanismos de proporcionalidad más pura en el Senado y corregir incentivos en Diputados. Una vía interesante: listas abiertas o desbloqueadas, donde el elector incida en el orden de quienes llegan por representación proporcional.

Nada de lo anterior supone una “reforma maximalista”. Son ajustes de calidad institucional que deben costar: negociación, paciencia y técnica política, justamente lo que distingue una democracia de una voluntad coyuntural. La alternativa a lo expuesto es legislar a prisa, con motivaciones vengativas y diagnósticos de ocasión.

Sin embargo, de ser necesarias ideas “disruptivas” desde aquí una propuesta y una obligación, primero, imaginemos un sistema en el que, el porcentaje de votos obtenidos por un partido debe corresponder de manera directa con el porcentaje de escaños que ocupa en el parlamento. Este principio de proporcionalidad respeta de forma más estricta la voluntad popular y evita que, a través de reglas de sobre-representación, se distorsione la composición del Congreso. Si un partido logra el 25 % de los sufragios, la lógica democrática más pura dicta que debe tener el 25 % de los espacios legislativos, ni más ni menos.

Segundo, se ha hablado sobre la desaparición de las Asambleas Municipales, sobre mencionar que estas cumplen un papel insustituible. No se trata únicamente de estructuras administrativas, sino de instituciones con un profundo conocimiento del entramado social, cultural y político de cada municipio. Su proximidad les permite comprender los usos y costumbres de las comunidades indígenas, las realidades de las zonas urbanas-rurales y las particularidades de las dinámicas urbanas que resultan invisibles para las instancias federales. Por ello, la discusión sobre la pertinencia de las OPLE debe concentrarse en la necesidad de articular un sistema que combine estándares nacionales de integridad electoral con la riqueza del conocimiento local.

Para concluir, es dable reiterar que en democracia nadie posee el monopolio de la verdad. Pero sí podemos compartir un método: diagnóstico serio, objetivos claros, y consensos verificables. Si caminamos por ahí, la próxima reforma será un peldaño más en la escalera que llevamos treinta años construyendo.

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