¿Cuántos libros leemos los mexicanos, específicamente los chihuahuenses? Este es un tema por demás analizado en décadas, pero, hasta ahora, no existe una sola estrategia que nos lleve a superar, al menos, un par de posiciones en el ranking de países con menos lectura anual.
Nos hemos acostumbrado a ese pésimo lugar de naciones con índices pobres de lectura y, cuando buscamos soluciones, nos sobran pretextos con tal de justificar lo indefendible: no queremos leer.
Y no se trata de acudir al tema de lecturas recreativas, literarias o académicas… ¡no leemos nada! Nuestra posición de países con los más bajos índices de lectura (en México el promedio es de 3.2 libros anuales, cuando en Japón es de 47.3), es verdaderamente lamentable.
En el estado, vivimos en una era donde los teléfonos inteligentes, las tabletas y los medios electrónicos están profundamente integrados en la vida cotidiana, particularmente en la crianza de los niños.
Hoy es común ver a un niño de tres años deslizar la pantalla de un dispositivo con más destreza que un adulto mayor. Pero no hace tanto tiempo, la educación y el entretenimiento infantil eran completamente diferentes. No había YouTube para enseñar los colores, ni aplicaciones para dormir a los niños, ni videollamadas para conectar con la familia.
Aun así, los niños crecían, aprendían y se desarrollaban en ambientes ricos en humanidad, paciencia y creatividad. Antes del auge de los medios electrónicos, la educación de los niños no era responsabilidad exclusiva de los padres ni de la escuela: era una tarea compartida por toda la comunidad.
Los abuelos contaban historias, los vecinos corregían conductas en la calle, y los maestros eran figuras de autoridad incuestionables, profundamente respetadas por su vocación. La noción del «pueblo que cría al niño» no era una metáfora: era una realidad vivida.No existían tutoriales en línea, pero sí una rica transmisión oral. Los valores no se inculcaban con videos animados, sino con ejemplos tangibles: ayudar a poner la mesa, respetar los tiempos del otro, pedir permiso, dar las gracias. La vida misma era el escenario de aprendizaje, y los niños participaban activamente de ella.
En la era predigital, el juego era el principal medio de aprendizaje. Los niños aprendían a resolver conflictos, a negociar, a colaborar y a imaginar a través del juego libre, generalmente al aire libre. Las calles, los patios y los parques eran el aula más común. Con una cuerda, una piedra o una caja de cartón, se inventaban mundos enteros.
Sin medios electrónicos, la palabra era el medio más poderoso. Los niños escuchaban activamente, preguntaban, memorizaban. Se desarrollaban la atención, la memoria y el lenguaje con una profundidad que difícilmente puede reemplazarse con un video de cinco minutos.
Los libros, que ahora parecen casi exóticos, eran puertas a mundos desconocidos, tesoros que se compartían entre hermanos y vecinos. Leer no era una tarea, sino una aventura. Y el acto de leer en voz alta era una ceremonia afectiva que unía generaciones.
Tal vez lo más diferente de entonces era la relación con el tiempo. La vida no estaba fragmentada en notificaciones, ni dominada por la urgencia. La crianza se daba en un ritmo más lento, más presente. Había tiempo para escuchar, para mirar a los ojos, para explicar las cosas una y otra vez. Los errores se corregían con paciencia, no con recompensas digitales o castigos inmediatos.
Es cierto que no todo era perfecto. Había limitaciones, desigualdades, autoritarismos y carencias. Pero también había una riqueza en la vida cotidiana que hoy está en riesgo de perderse. El avance tecnológico ha traído innumerables beneficios, pero también desafíos enormes: dependencia de las pantallas, déficit de atención, pérdida de habilidades sociales básicas.
No se trata de rechazar la tecnología, sino de recordar cómo se hacía antes para recuperar lo que valía la pena. Integrar lo digital sin sacrificar lo humano. Que el celular no sustituya la mirada, ni la app reemplace al abrazo.
Volver a confiar en la educación como un proceso relacional, no solo informativo. Apreciar el valor del silencio, del juego sin objetivos, de la palabra dicha con intención.
En definitiva, mirar hacia atrás no con nostalgia ciega, sino con el deseo de rescatar lo esencial: que educar a un niño siempre ha sido, y seguirá siendo, un acto de amor, presencia y espacio compartido.
¿Por qué no leemos? Porque no queremos y no nos interesa y, eso, puede ocasionar graves retrocesos en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Pero hay otro ingrediente interesante: ¿a quién le interesa que sigamos siendo un país/estado que reflexione lo menos posible, por la falta de lectura? Se lo dejo a la imaginación. Al tiempo.