Septiembre siempre trae consigo un aire distinto en Ciudad Juárez. El viento del desierto ondea las banderas que cuelgan de los postes y balcones, de las casas de los fraccionamientos y colonias, las plazas se llenan de música, luces y colores. Los mercados improvisados en las calles del centro, en los cruceros y supermercados, venden cornetas, sombreros, bigotes falsos, rebozos y banderitas de todos tamaños, desde la más pequeña que se pega con goma en los parabrisas de los carros, hasta las colosales, casi del tamaño de la mega bandera. En cada esquina aparecen los tonos verde, blanco y rojo: en los globos que cargan los niños, en los vestidos de las niñas que ensayan bailables, en los manteles de las fondas y restaurantes que ofrecen pozole, enchiladas, flautas, tamales y aguas frescas o chiles en nogada -todo de acuerdo al presupuesto de cada ciudadano-. Todo parece transformarse en un gran escenario donde Juárez recuerda que es México.
En las escuelas, los patios se convierten en pequeñas fiestas populares. Los niños ensayan con emoción “Cielito lindo”, “El Jarabe Tapatío”; los más pequeños juegan a ser Hidalgo o Morelos, con sombreros de papel y bigotes pintados con marcador negro. Las niñas trenzan su cabello con listones tricolores y los maestros, con paciencia, organizan fiestas mexicanas donde se venden buñuelos, enchiladas, tacos dorados y aguas de jamaica en vasos de plástico. Entre risas y nervios, cada niño grita su “¡Viva México!” como si sostuviera en su voz el futuro de la patria. Las iglesias también se llenan de símbolos patrios. El papel picado tricolor adorna los pasillos, y algunos altares se cubren de flores en honor a la Virgen de Guadalupe, patrona de México, recordando que la fe y la patria han caminado juntas desde hace siglos. En colonias populares, las parroquias organizan verbenas con música de mariachi, rifas y loterías mexicanas, donde se escuchan risas mezcladas con el aroma de los antojitos caseros. En los consulados, clubes comunitarios, oficinas de gobierno, la celebración adquiere otro matiz. Ahí se canta el himno, se recitan poemas patrios y se entonan canciones como “México lindo y querido” para los connacionales que viven con un pie en Juárez y otro en El Paso. Estos espacios se convierten en refugios de identidad: pequeños recordatorios de que, aunque la vida se cruce con la cultura estadounidense, ser mexicano es algo que no se diluye. Pero nada se compara con la Plaza de Armas, la catedral la presidencia municipal, “el punto” y la X, espacios masivos de convivencia, con un despliegue de decoración y música representativa de la celebración.
En la noche del 15 de septiembre. Desde temprano, las familias llegan cargando sillas, repelente para mosquitos y todo artículo tricolor que se encuentra en el camino. Los puestos de elotes, buñuelos, algodones de azúcar y gorditas de nata rodean el corazón de la ciudad. Los niños visten sus mejores trajes típicos confeccionados por mamá o abuela, o comprados en los puestos de artículos que nos inundan en estas fechas. Los adultos buscan el mejor lugar para ver los fuegos artificiales. Cuando el presidente municipal sale al balcón o al lugar preparado para dar el Grito de Independencia, el murmullo se transforma en un coro vibrante que retumba entre la multitud que aguarda. Los “¡Viva México!” y “¡Viva Juárez!” se mezclan con aplausos, abrazos y alguna que otra lágrima de algún patriota de corazón que aún recuerda su infancia, sus libros de texto, las biografías en cuadrito y las planillas de los Héroes que nos dieron patria que le enseñaron a pegar y transcribir en la escuela primaria en un cuaderno o una cartulina. Muchos recordamos los desfiles del 16 de septiembre, asistíamos con la familia cuando niños, nos apostábamos en la calle del mismo nombre a la espera, muchos participamos en ellos, acudiendo muy temprano al parque Borunda, lugar a donde se nos convocaba para el inicio del evento. A partir de ese punto y con gallardía, como habíamos “ensayado” en días previos, avanzábamos en bloques marchando con disciplina, con uniforme y zapatos “exorcista canadá” todo nuevo, muy brillante para tan formal ceremonia, caminábamos hasta llegar a la presidencia municipal, la banda de guerra marcando el paso con sus tambores, los caballos adornados con monturas de charro, los soldados saludando al pueblo, las niñas vestidas de chinas poblanas y los niños disfrazados de insurgentes en los carros alegóricos. El eco de las cornetas de plástico y el ondear de las matracas y las banderitas en las manos de los más pequeños eran parte del ritual.
Hoy, como adultos, sabemos que la independencia no está completa mientras persistan la inseguridad, la desigualdad y la dependencia económica. En Juárez, la lucha por la libertad toma otra forma: se refleja en las madres que buscan justicia, en los jóvenes que no se rinden ante la falta de oportunidades, en los obreros que cruzan la ciudad cada día para llevar el sustento a casa, en los migrantes que encuentran en esta frontera un lugar donde rehacer su vida. También en los artistas que pintan murales, en los artistas de la calle, en los músicos que tocan en las plazas, en los maestros que siguen enseñando la historia y la vida de México con pasión. Celebrar las fiestas patrias en Ciudad Juárez es reconocer que la independencia no es un hecho terminado, sino un proceso vivo. Es preguntarnos qué significa ser libres en un territorio donde las realidades se entrecruzan, donde la cultura mexicana resiste a la sombra de lo ajeno.
En cada bailable escolar, en cada altar adornado en los templos, en cada verbena popular, en cada desfile escolar y en cada niño que grita “¡Viva México!” desde la frontera, se construye un pedazo de nuestra mexicanidad. Este septiembre, más que gritar “¡Viva México!”, gritemos también “¡Viva Juárez!”, porque en esta frontera se libra a diario una batalla por la dignidad, la identidad y la esperanza. Aquí, la independencia se celebra no solo en las plazas, sino en cada rincón donde la mexicanidad se defiende y florece. Por unos instantes, por un día, por una temporada, todos sentimos que la frontera desaparece y que la identidad se fortalece.