La reciente denuncia de que empresas —aún sin identificar— arrojaron desechos industriales cerca del panteón municipal San Rafael reaviva una vieja herida: la ausencia de responsabilidad ambiental clara, frente a daños palpables. Que no sepamos quién tiró plástico, metal y otros desperdicios industriales en el desierto no exime al problema; al contrario, lo convierte en una amenaza creciente para la salud pública, el ecosistema y la credibilidad institucional.
Inspectores de la Secretaría de Desarrollo Urbano y Ecología del Estado hicieron un recorrido en la zona, acompañados por la jefa de Ecología estatal, y localizaron piezas plásticas y metálicas esparcidas en un tramo cercano al camposanto. Hasta ahora, no hay etiquetas ni documentos que permitan vincular directamente esos residuos con alguna empresa o razón social específica. De encontrarse responsables, la multa mínima sería de 250 mil pesos. La autoridad tiene previsto hacer una nueva visita para obtener más indicios que ayuden a ubicar culpables. Cabe señalar que, en situaciones anteriores, como en febrero y junio de este mismo año, la Secretaría ya había citado empresas para que repararan daños y aplicó sanciones incluso mayores a los 250 mil pesos.
Aunque aún sin confirmarse el origen, la presencia de desechos industriales en el desierto juarense tiene efectos concretos y preocupantes. En primer lugar, el impacto ambiental es innegable: los residuos plásticos y metálicos contaminan el suelo, infiltran metales pesados, afectan las escasas lluvias que caen en la región y, a largo plazo, pueden llegar a dañar aguas subterráneas. En un ecosistema frágil como el de Juárez, donde la degradación es lenta pero persistente, este tipo de acciones tiene un efecto multiplicador en la desertificación y pérdida de equilibrio ecológico.
El segundo impacto recae en la salud pública. Las partículas metálicas, al oxidarse o descomponerse, generan polvo tóxico que puede ser inhalado, mientras que el plástico libera químicos al deteriorarse o al quemarse, lo que incrementa riesgos de enfermedades respiratorias, dermatológicas y sistémicas en la población. Esto no es un asunto menor en una ciudad que ya enfrenta altos índices de enfermedades relacionadas con la contaminación ambiental.
La percepción ciudadana es que mientras empresas contaminan sin consecuencia, la comunidad queda con la carga del daño ambiental y de salud, lo que erosiona la confianza en las instituciones y fortalece la idea de impunidad.
Finalmente, no se puede ignorar el impacto económico. La multa mínima de 250 mil pesos puede parecer significativa, pero comparada con las ganancias que genera una empresa y con los costos que implica la remediación ambiental, es apenas simbólica. En muchos casos, los gastos de limpieza y mitigación recaen en el erario y, en consecuencia, en los ciudadanos, quienes pagan doble: primero con su salud y luego con sus impuestos.
El caso del tiradero clandestino cerca de San Rafael no es un incidente aislado, sino un síntoma de una falla sistémica: la debilidad para identificar responsables, sancionarlos y prevenir que se repita. Juárez no puede seguir normalizando que el desierto sea el depósito clandestino de residuos industriales. Se requiere transparencia total en la investigación, sanciones ejemplares que sean proporcionales al daño real, vigilancia constante con nuevas tecnologías, mecanismos claros de denuncia ciudadana y políticas preventivas que incentiven la correcta disposición de residuos en la industria.
Este episodio refleja un problema más profundo que trasciende un tiradero puntual: la falta de un compromiso serio con la justicia ambiental. Mientras las empresas fantasma operan en la sombra, el daño en Juárez es real y visible. Es hora de que la protección ambiental deje de ser un discurso y se convierta en una acción contundente, porque la salud y el futuro de la ciudad dependen de ello.