En los últimos días, migrantes mexicanos y de otros países latinoamericanos han salido a protestar contra las medidas tomadas por las autoridades norteamericanas, las cuales están desestabilizando la relación entre México y Estados Unidos. Con pancartas, cánticos y expresiones de repudio, los manifestantes han dado muestra del enojo, la frustración y el desconcierto que, aunque legítimos, corren el riesgo de ser utilizados como herramientas que incentiven la polarización.
Todos los que han tenido la necesidad de migrar a Estados Unidos han enfrentado una gran cantidad de obstáculos: barreras idiomáticas, culturales y legales de muchos tipos. Pero, sobre todo, han buscado salir adelante en un sistema tremendamente difícil y, en ocasiones, hasta hostil, para alcanzar una vida lejos de su país y sus familias.
Superar obstáculos para desarrollar un entorno de vida en un país ajeno es también un acto de responsabilidad social y política que debe llevarnos a actuar con prudencia y mesura. Expresarse y manifestarse es un derecho, sí, pero también es una obligación hacerlo dentro del marco de la legalidad y la concordia, sobre todo cuando hay actores políticos —dentro y fuera de México— interesados en manipular la frustración y el enojo con el fin de avanzar en sus propias agendas, ya sean electorales o sociales.
Es evidente que las protestas son resultado de genuinos y válidos reclamos de dignidad humana, nadie duda de eso; sin embargo, también es cierto que se ha generado un entorno de desinformación que ha sido aprovechado para construir una narrativa que busca desestabilizar la relación bilateral a través de argumentos alarmistas, descontextualizados o francamente falsos sobre el rumbo del país y su capacidad para enfrentar los nuevos retos que plantea la dinámica actual entre México y Estados Unidos.
Por otro lado, las redes sociales y algunos medios de comunicación han inflado la idea de que muchos migrantes han huido del país por una supuesta amenaza autoritaria y dictatorial, lo cual, lejos de abonar a una solución a los problemas, termina generando desconfianza y rompiendo un tejido social ya de por sí polarizado. Así, los migrantes se convierten en herramientas de golpeteo utilizadas para instalar una idea de nación que no representa la complejidad y diversidad de México.
Por supuesto que no se trata de permanecer ajenos a las circunstancias que viven los connacionales en Estados Unidos, ni de pedir un silencio que nos desconecte de la realidad; por el contrario, lo que debemos buscar es actuar de manera informada para servir a los verdaderos intereses del pueblo de México, tanto dentro como fuera de sus fronteras. Esa es la mejor manera de contribuir a generar un entorno de certeza que nos permita ver las alternativas de solución a los problemas que enfrentamos.
Nuestro país está viviendo una etapa de profunda transformación, y todos debemos contribuir a ello. Aun desde la oposición es posible aportar positivamente si lo hacemos con el genuino interés de servir al pueblo, evitando la manipulación y la generación de odio entre bandos políticos. Esta demanda de altura de miras y voluntad de diálogo será fundamental para mantener una postura que realmente sirva a nuestros hermanos migrantes. Una sociedad fragmentada nos hace más débiles y vulnerables.
Los migrantes son un aporte social y económico para Estados Unidos y México. Eso nos impone una deuda moral con ellos. No es correcto usarlos como herramienta para golpear intereses políticos internos o externos, porque emigrar a un país con relaciones sociales distintas —con quien mantenemos una relación bilateral asimétrica en todos los sentidos— implica también la responsabilidad de mantenernos en la vía de la sana convivencia.
A final de cuentas, la nacionalidad y la patria no se llevan solo en un acta de nacimiento, sino en la manera en que contribuimos a trabajar y desarrollarnos en un ambiente de verdad, respeto y compromiso social.