Le doy la bienvenida a esta carta, que en realidad pretende ser más que eso. Quiero que piense en estas letras como una máquina del tiempo o tal vez una ventana al pasado; incluso puede ser que sirva como un mapa de la memoria. Al final de todo, la pretensión final es que la historia pueda ser imaginada, compartida y pensada como una herramienta que nos muestre la posibilidad de transformación de nuestro rededor. Porque sí, esas fotografías polvosas que guardaba la abuela religiosamente en su ropero tienen mucho por seguir recordándonos en el presente.
Pero bueno, no dilatemos más la posibilidad de volar por la historia, aunque ahora que lo recuerdo ni siquiera me he presentado con quien me lee. Quien le escribe es el Tlacuache Cuentero, avecindado de esta frontera desde hace ya unos años y tilichero de historias, algunas viejas otras no tanto. Y justamente quiero contarle cómo es que yo me encontré con la posibilidad de volar por la historia.
Todo aconteció a orillas de nuestro río Bravo, una mañana como todas en el Valle de Juárez, soleada y fresca. Dando mi caminata matutina me topé con una vieja amiga, Tita, una tortuga de río con más de cien años. O sea que ha visto de todo. Ese día Tita estaba tomando su desayuno cuando la vi. Fue ahí donde me preguntó si ya había viajado por el Bravo. Su pregunta me sorprendió pues ahí me di cuenta que en realidad nunca había navegado por esas aguas, a pesar de recorrer su rivera mucho tiempo.
Es así que me invitó a viajar por esa corriente sobre su caparazón, cual barco de vapor. Velas izadas empecé a tener un paisaje nunca antes visto, ese río era enorme. Al voltear hacia los lados noté a los pececillos que iban apresurados. Los campos se asomaban y el viento parecía sonreírnos con su brisa. Todo era mágico, cuando de pronto las nubes se arremolinaron hasta cerrarse por completo. Pasando de la claridad a lo que parecía ser una tormenta eléctrica.
Tita avanzaba cada vez más rápido hasta que de repente lo que parecía ser un rayo casi nos impacta. Cerré los ojos durante unos segundos por el estruendo, al abrirlos nuevamente el cielo se estaba despejando. Estaba un poco aturdido por lo ocurrido, cuando Tita ya se acercaba a la orilla para dar el viaje por concluido. Habíamos avanzado unos kilómetros río abajo, todo parecía normal. Pero pronto Tita me dijo: “Bueno, querías viajar en el tiempo, ¿cierto?”
Yo no entendía del todo lo que estaba sucediendo, pero decidí seguirla. No reconocía muy bien el lugar en el que estábamos, aunque se suponía seguíamos en Ciudad Juárez. Caminamos por varios minutos siguiendo lo que parecían ser unas vías de ferrocarril que nos llevaron a una estación llena de gente. Ahí Tita me confesó que nos encontrábamos en 1911.
Entonces entendí todo, definitivamente Tita no era una tortuga común y corriente. Mi emoción empezó a crecer al pensar que me encontraba en medio de la historia. Imagínese usted si de pronto despertara y hubiera retrocedido 114 años en el pasado, el mundo como lo conoce no es para nada igual. Estábamos en medio de una escena de película, aquella estación de ferrocarril parecía estar esperando a una gran súper estrella a juzgar por la muchedumbre ahí reunida.
De pronto las vías tendidas empezar a temblar, todo mundo se arremolinaba para estar lo más cerca de la gran locomotora. En un pestañeo el vapor empezó a inundar la estación y la campana anunciaba que el tren estaba detenido. No lo podía creer, estaba bajando un hombre chaparrito de bigote y barba curiosa. Muy bien peinado el tipo, con un aire de solemnidad, como listo para dar un discurso fenomenal. Era Madero, el mismísimo Francisco I. Madero llegando a Ciudad Juárez en tiempos de la Revolución.
Hasta aquí tengo que dejarle pues ya se me acaba la tinta. Le dejo para que eche a volar la imaginación o mejor dicho la historia…