En Ciudad Juárez solemos decir, con un dejo de resignación, que ya nada nos sorprende. Que lo hemos visto todo. Que esta ciudad ha convivido con la violencia, la pobreza, la impunidad y la muerte por tanto tiempo, que ya no hay espacio para el asombro. Pero entonces aparece una noticia como esta —más de 380 cuerpos abandonados en un crematorio, embalsamados, con ropa de velorio, en estado de putrefacción— y el alma entera se nos sacude. ¿En qué punto se pudre la mente humana para hacer negocio con el dolor más íntimo?
La fiscalía general del Estado investiga si funerarias cobraron por cremaciones que jamás se realizaron. Si a familias enteras les entregaron urnas con cenizas que no pertenecen a sus seres queridos. Si se orquestó una cadena de omisiones, engaños y delitos entre empresas, hospitales y personal que —según denuncias— hasta comisión recibía por canalizar clientes en medio del luto.
Esto no es una historia de negligencia, es una tragedia que roza lo criminal. Una afrenta a los muertos, pero más aún, a los vivos que lloraron creyendo haber cumplido con sus rituales. Una violación sistemática de leyes, normas sanitarias, principios éticos y derechos humanos. Un espejo roto que refleja hasta dónde puede llegar la descomposición institucional y moral en un país donde el negocio de la muerte parece tener más certezas que el derecho a la justicia.
Y lo más indignante: no es la primera vez que algo así ocurre en Juárez. Aquí hemos tenido fosas clandestinas, crematorios ilegales, cuerpos en hieleras abandonadas, osamentas en patios y refrigeradores olvidados en instalaciones oficiales. Cada vez decimos: “ya basta”. Pero el horror regresa disfrazado de indiferencia, porque lo estamos normalizando.
No podemos ni debemos permitirlo.
Hoy no basta con indignarse en redes. Este caso debe despertar una exigencia colectiva. Que se castigue a toda la cadena de corrupción: hospitales que derivan a funerarias con comisiones ilegales, autoridades sanitarias que miraron para otro lado en las supuestas inspecciones, empresas que lucraron con el dolor, funcionarios que permitieron esta barbarie y por supuesto el crematorio.
Debemos exigir una trazabilidad real y moral para velar a nuestros difuntos:
Trabajemos en un padrón público, digital y verificable de funerarias y crematorios con sus permisos, tarifas y responsables. Que las funerarias implicadas no solo pierdan sus licencias, sino que sus dueños vayan a la cárcel por fraude y profanación.
Inspecciones sanitarias y auditorías cruzadas entre actas de defunción, reportes de cremación y entregas de restos. Hasta cámaras en los crematorios, auditorias sorpresas y no esta de más certificados de cremación con la huella digital del difunto.
Establezcamos un marco jurídico que emita y aplique sanciones ejemplares para quienes lucraron con los cadáveres, a sazón de enriquecerse para que no nos vuelva a ocurrir.
Acompañamiento psicológico y legal para las familias que hoy, encima del dolor, enfrentan la incertidumbre de no saber a quién lloraron realmente. Esperando que el crematorio también pague monetariamente los gastos que de aquí deriven.
Ciudad Juárez no puede permitirse enterrar esta historia con el silencio. Ni esta ni ninguna otra. Porque si algo nos ha enseñado esta ciudad es que la muerte aquí siempre cobra doble: la vida que se va y la dignidad que se roba.
Ya no basta con sobrevivir. Hoy nos toca responder con verdad, justicia y humanidad. Porque aquí la corrupción ya no se conforma con los vivos, ahora también saquea nuestros muertos.
¿En qué momento perdimos nuestra humanidad? ¿Cuándo dejamos de ver a los muertos como seres amados y los convertimos en mercancía desechable? Las fotografías de esos cuerpos abandonados—algunos todavía con la ropa que sus madres eligieron con amor para su último adiós—nos muestran el rostro más grotesco de la indiferencia. Familias enteras pagaron no solo con dinero, sino con lágrimas y recuerdos, creyendo que sus seres queridos descansarían en paz. En cambio, los dejaron pudriéndose en la oscuridad, mientras los estafadores contaban billetes manchados de sufrimiento. El problema real no es solo el fraude, es haber robado el derecho a llorar con dignidad, a despedirse con verdad, a creer que en Juárez hasta la muerte merece respeto.