Juárez tiene muchas maneras de hablar. A veces lo hace con sirenas, motores, regaños y gritos. Pero hay días —pocos, intensos, valiosos— en los que la ciudad canta. Y casi siempre, esa voz, ese tono nace de un rincón olvidado: una guitarra vieja, una bocina improvisada, un saxofón que resiste el polvo del desierto. Esa voz viene de los músicos de la calle. Ellos no tienen escenario. Tocan en esquinas rotas, en fondas de paso, como si la música pudiera condimentar los guisos baratos del día. Están en los pasillos del mercado, en banquetas ajenas. Algunos se suben a los camiones y cantan de pie, con el vaivén del tráfico, con una voz quebrada que, sin embargo, sostienen la nota con dignidad, mientras sus ojos buscan una cara que los observe y que los ayude. No hay telón ni luces, pero ahí están, todos los días, afinando el mundo, tratando de que la ciudad suene distinto aunque sea por un momento.
Es fácil caminar por el Centro sin detenerse. Todos llevamos prisa, carga, miedo. Pero a veces, entre el paso apurado de la gente, se escapa una melodía. Un bolero. Una cumbia. Un corrido viejo que alguien silba mientras rasguea las cuerdas con sus dedos partidos por el sudor o el frío. Y entonces algo se detiene. Algo vibra. Porque esa música, aunque no se escuche en los teatros ni en la radio, tiene un eco profundo.
Hay un violinista frente a Catedral que toca siempre con los ojos cerrados. Un joven en la Mariscal que canta con pistas grabadas mientras su hija duerme en una carriola. Un trío con sombreros polvorientos que interpreta Gema como si fuera la última canción del mundo. Y al caer la tarde, hasta altas horas de la noche, un joven con saxofón nos deleita mientras las luces de semáforo cambian en el crucero de la López Mateos y Paseo triunfo. Quizás estudió años, sacrificó tiempo, renunció a un sueño o a la comodidad por perseguir un ideal. Pero la vida no siempre paga con justicia a quien apuesta por la belleza, por el arte.
¿Quién los escucha? ¿Quién les aplaude? ¿Quién se detiene, realmente? La música de la calle es la más honesta de todas. No se vende en plataformas, no se mide en “likes”, no tiene patrocinadores. Se ofrece, se arriesga, se regala. Cada nota es una pregunta sin respuesta: ¿alguien me oye?, ¿alguien me siente? Y cuando cae una moneda, aunque sea una, es como decir: sí, aquí estoy.
Detrás de cada músico hay una historia que no aparece en las cifras del INEGI. A veces es un adulto mayor que fue parte de una orquesta en sus años buenos, un migrante que cruzó medio país con su instrumento al hombro. O un muchacho que encontró en la música el único refugio contra el ruido feroz del mundo. Ninguno de ellos toca por lujo. Tocan por necesidad, pero también por fe. Porque creen —aunque nadie se los asegure— que su arte vale, que puede tocar corazones, que puede rescatar a alguien del silencio. Y lo logran.
Yo he visto a una mujer dejar de llorar al escuchar una canción antigua, modesta, que le cantaban sus padres. He visto a niños bailar entre risas mientras una cumbia les marcaba el ritmo. He visto a gente dejar de correr, al menos por un minuto, para simplemente detenerse y escuchar.
En muchos bares, oculto en un rincón apenas iluminado, está un pianista. No es parte del bullicio y de las risas, toca con melancolía entre los platos y las copas que tintinean y las conversaciones que rara vez lo nombran. Toca como los demás músicos de la calle, porque debe, no siempre porque quiere. Sin embargo, en cada nota, en cada acorde brota de sus manos cansadas, una verdad silenciosa que pocos advierten.
Para algunos comensales, es apenas un fondo sonoro: música ambiental que adorna la velada sin reclamar atención. Para otros, es un destello de nostalgia: un tango, una melodía de jazz o una pieza clásica que despierta recuerdos dormidos. Pero para él, para el músico, cada interpretación es una batalla entre el arte y la sobrevivencia, no es difícil imaginar que ejecuta su repertorio soñando alguna vez con escenarios, auditorios atentos, ovaciones sinceras.
Hay también otros músicos cuya labor no es animar calles, ni restaurantes, ni fiestas, sino acompañar despedidas. Tocan en funerales, en los panteones, donde el dolor pesa y las palabras no alcanzan. Su música no busca aplausos sino consuelo, o a veces abrir un espacio para el llanto, para el recuerdo, para la última ternura.
Muchos de ellos conocen el rostro del dolor mejor que nadie, les corresponde el escenario más triste, y su público es el duelo, pero no huyen, se quedan, ofrecen lo que saben, porque saben que hay notas que ayudan a soltar lo que duele, su arte tienen una fuerza que no muere.
En una ciudad como la nuestra, tan marcada por la prisa, el trabajo y la supervivencia, detenerse a oír a un músico es un acto de humanidad. Es un regalo. Es también un espejo que nos dice que todavía sentimos, que todavía podemos conmovernos. La música no va a resolver la pobreza, ni va a arreglar las banquetas, ni va a desaparecer la violencia. Pero sí puede recordarnos que seguimos vivos. Y a veces eso basta.
La próxima vez que caminemos por las calles, por la plaza, tomemos el permiso de detenernos. Escuchar al que canta, al que rasguea, al que sopla con fuerza y corazón, al que desliza sus manos creando notas. No porque nos esté pidiendo algo, sino porque nos está dando todo lo que tiene. Porque estos músicos no solo afinan sus instrumentos. Están afinando el alma de esta ciudad.: “En cada nota que flota en el aire, alguien intenta no desaparecer.”