Pocas cosas definen tan profundamente la vida cotidiana de la ciudad como las famosas ruteras. Estas unidades del transporte público, que a veces parecen más naves de otro mundo que simples camioncitos, forman parte del paisaje urbano, del ruido, del caos y, al mismo tiempo, de la cultura fronteriza.
Lejos del Juárez Bus, del moderno transporte por plataforma —Uber, Didi o InDriver—, este medio de transporte no necesita presentación: su ruido, sus letreros a mano, las populares calcomanías y luces en el tablero, su forma única de moverse, se convirtieron en algo más que simples vehículos: son parte del alma de la ciudad.
Cada rutera cuenta historias, lleva sueños, carga mochilas escolares, loncheras, compras del súper, cansancio, esperanza y, sobre todo, vidas.
El origen de este sistema informal de transporte es casi tan humilde como su servicio actual. Se remonta a los años setenta, con simples automóviles particulares que cobraban cuotas mínimas. Cabíamos cuatro, cinco o hasta seis pasajeros bien apretaditos. Luego llegaron aquellas combis donde viajábamos agachaditos.
Poco a poco, el servicio se fue formalizando a su manera. Después siguieron las vans modificadas, con una especie de joroba que las hacía más amplias. Finalmente, los pequeños camiones, mejor conocidos como rutas o ruteras, a las que recordamos con cariño, con respeto y hasta con lágrimas. Las históricas, las de nuestros tiempos: “Alta por 16”, “Ruta 8”, “Parque-Cárcel”, “Central”, “Circunvalación”, “Lázaro x 16”, “Aztecas”, por supuesto la “ruta nueva”, y ruta 28, 29 y 30, que iban a la clínica 35 del IMSS (antes Seguro Nuevo).
No nacieron de un proyecto de movilidad urbana bien planeado, sino de la necesidad y del ingenio de la gente para salir adelante. Muchos choferes no son empleados: son dueños de sus unidades, mecánicos de tiempo completo y proveedores de sus hogares. Cada viaje representa un día de comida, de escuela para los hijos o de pago de renta. Las características de estas unidades son inconfundibles. Los letreros, hechos con pintura para zapatos blanca, plumón negro sobre cartón, cartulinas fluorescentes, hasta llegar a las micas impresas, dicen: ruta Oriente-Poniente, Valle de Juárez, Porvenir, Juárez-Zaragoza, marcando el tránsito y el destino de su servicio.
Hay rutas históricas que se han ganado la fama por su velocidad, su eternidad o su capacidad de aparecer justo cuando ya decidiste caminar. Al subir, lo primero que llama la atención es la música: banda, reguetón, cumbias o algún mix de Los Bukis a todo volumen, ofrecidos por estaciones como La Zeta, “K Buena” o La Poderosa. Uno no puede evitar moverse al ritmo, aunque sea poquito, aunque vaya de pie, espinado por una mochila ajena o escoltado de pies a cabeza por bolsas del mandado de Smart, Soriana o Súper González.
Otros choferes prefieren Radio Net o estaciones religiosas como Radio Guadalupana o Radio Manantial. El operador, desde su asiento elevado, ejerce un extraño poder de DJ involuntario: lo que él escoge se vuelve la música de todos, la banda sonora del trayecto compartido. Cobra doce pesos, con enojo a veces descuenta a los estudiantes y adultos mayores con credencial, y coloca las monedas en una cajita de madera. Mientras maneja, responde llamadas por altavoz y grita “¡Recórranse pa’ atrás!”, aunque ya no haya espacio ni para respirar. Porque claro, en una rutera siempre cabe uno más.
Son escenas dignas de comedia: la música va tan fuerte que nadie escucha el famoso “¡Bajan!”. Algún pasajero deseaba bajarse cerca de la avenida López Mateos, pero la rutera ya tomó rumbo casi hasta el Centro. Ya resignado, suele comentar en voz alta: “Ni modo, de aquí tomo otra pa’ regresarme”. Es que en Juárez, reír en la adversidad es casi una forma de transporte también.
Subirse a una rutera implica arriesgar el equilibrio. Muchas veces arranca antes de que hayas terminado de subir o mientras aún buscas de qué agarrarte. Y para bajarte, a veces hay que calcular el brinco porque el vehículo no se detiene por completo. Uno aprende a caer con estilo.
¡Qué escándalo cuando el pasajero que viene en la parte final tiene que bajar! Todos tienen que untarse a los lados para que la persona pueda pasar, o también se aprende a usar la puerta trasera sin pedir permiso, porque la ley no escrita de las ruteras dice que todo está permitido mientras no te tardes. Frenan de una manera sorpresiva, brusca, con efecto de montaña rusa, poniendo a prueba los reflejos de los pasajeros.
Los asientos, un tema digno de una crónica urbana. Sí, uno se sienta y ya no sabe si va a bajarse en su destino o directo al quiropráctico. Están hechos con materiales baratos, tapizados y adaptados entre estructuras de metal, soldados de manera artesanal, rellenos de esponja o espuma que, con suerte, le dan un toque de acolchonamiento que absorbe el impacto y el maltrato físico de los pasajeros.
Sí, es un transporte imperfecto, desorganizado, a veces inseguro. Pero a pesar de sus fallas mecánicas, asientos improvisados y recorridos extenuantes, la rutera sigue siendo un transporte profundamente humano, útil, cercano y necesario, reflejo de una ciudad donde lo formal y lo informal conviven. Seamos sinceros: los que no se han subido a una, no han vivido lo suficiente.
Detrás del volante hay gente que trabaja jornadas larguísimas, que enfrenta baches, calorón, tráfico, clientes enojados y, aun así, sonríen, saludan y hacen bromas. En una ciudad donde muchas cosas se mueven a medias, las ruteras —con todo y su caos— nunca se detienen. Siguen ahí, rugiendo por las avenidas, conectando colonias, llevando y trayendo gente que lucha todos los días. Y por más que llegue un transporte más moderno, más ordenado, tal vez más silencioso, las ruteras seguirán teniendo un lugar especial en la memoria colectiva y en el entramado urbano de Ciudad Juárez.