En Chihuahua acabamos de vivir algo inédito: la elección de jueces y magistrados mediante el voto ciudadano. Un hecho histórico, sí, pero también lleno de complejidades. Hoy quiero hablarles de un caso que, más allá de lo jurídico, pone sobre la mesa una discusión clave: ¿qué pesa más en un proceso democrático, el respeto a las reglas establecidas o la reinterpretación de esas reglas después de que la gente ya votó?
Me refiero al caso de la elección de jueces civiles en el Distrito Bravos, es decir, el que corresponde a Ciudad Juárez. Como parte del principio de paridad de género, las candidaturas se organizaron en dos listas: una de hombres y otra de mujeres. Se suponía que quedarían electos cinco hombres y cinco mujeres. Todo bien hasta ahí, todos entendimos las reglas del juego.
Pero una vez que concluyó la elección y se entregaron las constancias de mayoría, algunas competidoras que no alcanzaron a entrar entre las primeras cinco de su lista impugnaron el resultado. El argumento fue que la mujer que quedó en sexto lugar tuvo más votos que el hombre que quedó en quinto lugar. Dicho de otra manera: aunque el sistema estaba diseñado para que hubiera cinco y cinco, se pidió que se corriera el orden y que una mujer del sexto lugar desplazara al hombre que ya había resultado electo.
El hombre en cuestión es Constantino Hernández. Quien obtuvo el quinto lugar en la lista de los hombres, con más de 36 mil votos. No solo eso: era el único candidato de origen indígena. Pero aun con esos méritos, le retiraron el triunfo para otorgarle el cargo a la sexta mujer de la lista, bajo el argumento de que tenía más votos que él.
Imaginemos que vamos a un partido de futbol y desde el inicio se establece que los equipos serán de once jugadores cada uno. Todos aceptamos esa regla. Al final del partido, alguien dice: “Oye, pero mi jugador número doce corrió más kilómetros que el onceavo del otro equipo, así que también debería estar en la cancha”. ¿Qué pasa? Se rompe la lógica del juego. No porque el esfuerzo del número doce no valga, sino porque la regla era clara: once y once.
Lo mismo ocurrió aquí. El principio de paridad ya estaba garantizado: cinco mujeres y cinco hombres. Incluso, en este caso específico, se cumplió con un porcentaje mayor para mujeres: seis espacios frente a cinco de hombres. Pero cambiar las condiciones después de la votación es como modificar las reglas del partido cuando ya terminó. Y eso, en cualquier democracia, es un mal precedente.
No estoy en contra de la paridad, al contrario: me parece una conquista fundamental que las mujeres tengan un acceso equitativo a los cargos públicos. Pero la paridad no debe convertirse en un argumento para torcer las reglas previamente acordadas. Si lo permitimos, mañana alguien podría decir que el séptimo lugar tuvo más votos que el cuarto, o que deberían moverse más espacios para equilibrar otras variables. Al final, el sistema se volvería un rompecabezas imposible de armar.
En un estado como Chihuahua, donde conviven comunidades rarámuri, ódami, pimas y migrantes indígenas de otras regiones, la presencia de un juez indígena no es un simple adorno, sino una oportunidad para hacer visible a una parte de la población que históricamente ha sido invisibilizada. ¿Qué mensaje enviamos cuando, después de haber ganado en buena lid y con reglas claras, se le retira su constancia de mayoría?
Sé que el tema es complejo, que tiene tintes legales, técnicos y hasta políticos. Pero si algo debemos exigir como ciudadanos es que las reglas que se establecen al inicio de cualquier proceso sean respetadas hasta el final. Porque si no, corremos el riesgo de que cada elección, en lugar de ser una fiesta democrática, termine convertida en un interminable litigio donde lo que menos importa es la voluntad ciudadana.