Una fábula popular cuenta que, un día, los animales decidieron hacer una competencia para determinar quién de entre ellos era el mejor. Juntaron un león, un mono, un caballo, un delfín, un perro y a un pez, y discutiendo sobre cuál sería la manera más justa para elegir al ganador, concluyeron en que todos debían realizar la misma prueba: el que subiera en menos tiempo un árbol, ganaba.
Al principio esto podría parecer justo; sin embargo, pronto nos damos cuenta que no lo es. Resulta absurdo hacer competir a diferentes especies bajo una misma prueba. No se puede juzgar a alguien como inferior por no poder hacer algo para lo que no está hecho, mientras se ignoran las capacidades que si posee.
Durante décadas, la inteligencia se evaluó a través del modelo del coeficiente intelectual (IQ), que valoraba principalmente las habilidades lógico-matemáticas y lingüísticas. Sin embargo, en 1983, el psicólogo Howard Gardner propuso una visión más amplia y humana: la Teoría de las Inteligencias Múltiples. Según esta teoría, no existe solo una forma de inteligencia, sino al menos nueve maneras diferentes: espacial, naturalista, musical, lógico-matemática, existencial, interpersonal, intrapersonal, corporal o kinestésica y lingüística. Esta propuesta revolucionó la forma en que entendemos el aprendizaje al reconocer que cada persona tiene una manera única de gestionar el conocimiento.
La Teoría Triárquica de Robert Sternberg, identifica tres tipos de inteligencia: analítica, creativa y práctica. Esto implica que no solo es importante resolver problemas académicos, sino también la capacidad de adaptarse, innovar y afrontar los desafíos cotidianos. David Kolb aportó la noción de estilos de aprendizaje, reconociendo que mientras algunos aprenden mejor a través de la acción, otros lo hacen observando o reflexionando. Daniel Goleman introdujo el concepto de inteligencia emocional, destacando la importancia de reconocer y gestionar las emociones propias, y comprender las de los demás.
A pesar de estos avances, muchas instituciones educativas, laborales y sociales siguen operando bajo la lógica de la “competencia única”. Se espera que todos pasen por la misma prueba, sin considerar los talentos diversos, los contextos desiguales ni los distintos modos de aprender. Esto nos obliga a preguntarnos: ¿quién define esa prueba? ¿Y en función de qué criterios?
Es común que, en las escuelas, se apliquen los mismos exámenes a estudiantes con capacidades, contextos y recursos completamente distintos. Mientras unos tienen acceso a libros, tecnología y buena alimentación, otros enfrentan pobreza, inseguridad o desnutrición. Por tanto, no se evalúa la inteligencia real, sino la capacidad de adaptarse a un modelo que premia al “mejor trepador de árboles”, pero que invisibiliza a quienes podrían destacar en otras áreas.
Lo mismo suele ocurrir en algunos espacios laborales: entrevistas, métricas de productividad o evaluaciones estandarizadas, suelen estar diseñadas para un perfil específico, sin considerar otras formas de talento. Sin embargo, cuando las organizaciones reconocen la diversidad de inteligencias, descubren equipos más creativos, empáticos, comprometidos y capaces de generar soluciones innovadoras.
Quizá el problema no está en quienes no logran encajar en los sistemas, sino en que esos sistemas no reconocen ni aprovechan el potencial de las personas. Volviendo a la fábula: tal vez lo justo no era que todos subieran el árbol, sino que cada uno pudiera mostrar lo que mejor sabe hacer. La lección es clara: no todos nacimos para trepar árboles, y eso no nos hace menos valiosos.
En contextos como Ciudad Juárez, marcados por la desigualdad estructural, la violencia, la movilidad forzada y la informalidad, aplicar un único estándar a todas las personas no solo es ineficaz, sino una forma de violencia institucional. No podemos exigir que quienes nacen en contextos adversos compitan bajo las mismas reglas que quienes han tenido mejores condiciones.
Necesitamos una ciudad donde se valore la diversidad de talentos, con escuelas que, en lugar de medir con instrumentos estandarizados, permita a cada estudiante demostrar en que puede destacar. Espacios laborales donde además de la productividad, se reconozcan aspectos clave como la empatía, la creatividad y la colaboración.
Es importante transitar hacia un nuevo paradigma, dejando de preguntarse quién sirve para el sistema, y empiece a construir un sistema que sirva para todas y todos. Porque solo al reconocer y valorar la diversidad de inteligencias, podremos avanzar hacia una ciudad más justa, equitativa y humana, donde se aproveche plenamente el potencial de cada persona sin exclusiones ni barreras.